FERNANDO BOTERO
(Artículo
publicado en el diario El País, el 21 de abril de 1994. El último párrafo había
sido omitido por error y fue publicado como “aclaración” el 25 de abril de
1994).
Seducción y Desencanto
Algo
palpita en los dibujos, tocados apenas por el color transparente de Botero, que
se congela en su pintura. Ocupan toda una sala en el Museo Nacional de Bellas
Artes de Buenos Aires que, del 14 de abril pasado al 29 de mayo próximo,
alberga más de cien obras del artista colombiano que alcanza en los remates
norteamericanos un precio tan desorbitado como las figuras de su propia
imaginación. La Fundación Banco Patricios y la Fundación Jorge Macri han hecho
posible esta exposición, suceso relevante en el panorama de las artes del Río
de la Plata, cuya curadora es Teresa de
Anchorena y cuyo ámbito se extiende a plazas y parques que rodean al
Museo, porque las esculturas en bronce, de casi cuatro metros de altura, han
sido expuestas entre los árboles, delante de la puerta de entrada, frente a la
misma sobre la Plaza Francia.
En
el camino entre los dibujos y los óleos y mucho antes de alcanzar las
dimensiones desmesuradas de la escultura, hay acuarelas de Botero que no ahogan
la línea y parecen dejar entrever un cierto pulso, un atisbo de aliento expresivo
en el gesto o en la mirada. Estas aparentes expresiones de vida son la gran
ausencia, el pavoroso vacío que impregna toda la obra de Fernando Botero. En
esa acuarela de Mujer, 1985, con flores y vestido rojo, tan rojo como su
boca, tan expresiva como todas las bocas que el pintor dibuja y retoca, centra
Botero la atención en algo que puede contener la sonrisa, la ironía, el
sarcasmo, la irreverencia, otras tantas características que se desprenden de la
contemplación no de una o varias, sino de las cien o más expresiones de su arte
que ha enviado a Buenos Aires. También Botero es por el momento una gran
ausencia que el público esperaba encontrar y no está para responder, más allá
de los silencios expectantes, suspendidos, forzados a la inmovilidad del pasmo
de todos sus personajes. Y del pasmo de quienes se acercan a contemplarlos.
Como
un engañoso canto de sirenas los colores de Botero maravillan en la tersura de
su oficio, en la leve textura del óleo que se reparte por igual sobre vastas
superficies de pantorrillas, de cuerpos que se desnudan con crueldad, no para
conmover con su verdad, sino para avergonzar con una impudicia también muy
característica del pintor. ¿Es acaso la belleza de la fealdad? Frutas
tentadoras, surrealistas, agrandadas en todos los casos y ocupando la totalidad
del espacio en la Pera mordida, agusanada (1976, óleo sobre tela 241 x
196 cm), equilibran volumen y color, en una voluntad marcada del pintor por
lograr tal relación, cosa que cumple con total maestría en cada una de sus obras.
Y es que Fernando Botero nació en Antioquia, Medellín, precisamente el 19 de
abril de 1936, hijo de un comerciante que viajaba solamente a caballo a las
provincias vecinas. La selva, los campesinos, la familia, la prostitución, los
obispos, las monjas y las naturalezas muertas, son los personajes de su mundo
porque son lo conocido y recordado del medio en que creció.
Sólo
que han crecido exageradamente los objetos, los personajes, las imágenes, los
precios, en un medio convertido en internacional, que las comunicaciones y la
comercialización han empequeñecido y corrompido.
También
conviene recordar para arrancar de la obra de ete pintor indicios de
sentimiento que sus pinceles no revelan, que Botero fue educado por los
jesuitas de Medellín y que desde los 12 años asistió, enviado por su tío, a una
escuela de Matadores, lo que explica su interés por los toros y toreros,
tema de los primeros dibujos. No todos fueron éxitos en la carrera artística de
este hombre que hoy vive en Manhattan, tiene casa en París y una villa en las
afueras de Roma. Después de estudiar en Florencia (1953-1954) en la Academia de
San Marco y de conmoverse hondamente con el Renacimiento italiano frecuentando
los Museos de Venecia, Siena y Ravena; después de aprender durante 18 meses la
pintura al fresco, Botero fracasó en Bogotá cuando expuso sus obras y partió
para México. Algo importante sucedió a esta altura de su evolución, cuando
pintaba la obra Naturaleza muerta con Mandolinas (obra que no está
actualmente expuesta en Buenos Aires) y el pintor descubrió que al dibujar
demasiado chico el orificio del instrumento con respecto a la figura total,
aumentaba extraordinariamente el volumen de las formas. Gran admirador de Piero
della Francesca y de los artistas del Quattrocento, es posible reconocer en los
cuadros de Botero el telón de fondo de naturaleza, el hieratismo de las
figuras, la ordenada composición. En este punto del hieratismo, esta cronista
recuerda haber oído decir al pintor Alejandro Casares que Torres García lo
consideraba un valor plástico. Las figuras de Botero pueden tenerlo, pero a
diferencia de los antiguos que trasuntaban una sagrada dignidad en una
inmovilidad mística, los personajes boterianos sólo hacen gala de rigidez.
Rigidez presente en el mundo vegetal y animal: las bases de los árboles, las
patas de los caballos, los pies, son pesados signos que se parecen en la
síntesis de formas que hace el pintor. También Botero vuelve a aludir el
Renacimiento con la luz zenital que significa con bombillas eléctricas modernas,
prendidas, suspendidas, titilantes, mas no trémulas; su luz también es fija
como el paso de la mujer en el tango, el gesto del personaje que toca un
instrumento, un juguete, un cigarrillo, un fruto o una flor. Es posible que el
artista señale con esta rígida congelación de todo lo expresivo, la permanencia
de un instante dado. Pero el vacío de las miradas parece responder a un horror
conocido, a una visión intransferible, a un bloqueo que impide toda
comunicación y de ahí el pasmo que se transmite al contemplador, tal como se ha
dicho anteriormente.
El
entorno tropical, religioso, de vida familiar opuesta al prostíbulo, de paz
hogareña amenazada por la guerrilla y la violencia política que fue escenario
de la infancia, adolescencia y juventud del pintor, puede explicar un
sentimiento de culpa que cubre el alma de los personajes. Una culpa original
bíblica que parte de un fruto tentador; así de tentadoras son las frutas en las
naturalezas muertas, obras atractivas de Botero, obras que consiguen lo que se propuso “que las naranjas sean las más naranjas de
todas”. Es uno de los cuadros más bellos de la exposición, 1989, óleo sobre
tela, 170 x 197 cm. Verdadera magia del color que el volumen alcanza en valor y
entonces figuras y color invaden el espacio, se agigantan. El color de Botero
tiene una cualidad gaseosa, licuante en una tersura y delgadez; infiltrado en
los objetos y figuras humanas, animales o vegetales (hay una vaca, hay
caballos, con la misma expresión de los humanos, perdidos en el exuberante paisaje
que subraya su desolada soledad, su intrínseca incomunicación), los convierte
en globos que se sujetan a la composición impuesta. No pueden volar, las
miradas fijas, los pasos suspendidos, son gestos de un desencanto fundamental,
nada puede arrancar a esos seres de la fatalidad que han conocido. De esta
oposición entre el vuelo y la fijación nace una extraña cualidad que alienta en
cada obra de exagerado tamaño. Mas la magia, la poesía de esta suerte de
“animación boteriana”, no alcanza para vencer los límites del original y sólo
se percibe ante él, sin transmitirse a una reproducción o una ilustración. Es
posible sentir la seducción del color y el volumen mientras dura la
contemplación que a su vez hace posible “que las naranjas sean más naranjas que
cualquier naranja real”. Pero la repetición y la invasión no dejan suficiente
espacio para el diálogo verdadero y confiado con el contemplador. La
contemplación no lleva al encuentro. Conduce al silencio después de haber
sufrido un torrente de estímulos, dejando aquellos personajes librados al
grotesco de su acontecer. La fría y fija mirada boteriana queda en la soledad
de su volumen, en la belleza de sus colores, en la sutil perfección de su
ejecución. Su influencia no persiste. ¿Dónde está la magia, la poesía, el
misterio identificadores de emociones que hacen perdurable la expresión del
artista?
Hay
más sentimiento cuando Botero se afirma en las líneas del lápiz o la sanguina;
hay más poesía en algunos toques de color que elevan el lirismo de sus dibujos;
hay un humor ácido siempre presente, como en la monja superiora que tiene la
fruta en una mano y el rosario en la otra; hay una conciliación divertida de la
historia con el tiempo del pintor cuando pinta a Luis XVI y a María Antonieta
en Medellín. Hay indudablemente aciertos, oficio colorido, decoración, valores
que explican la demanda por esta pintura. Es preciso señalar cuánto más creíble
es Botero en sus esculturas. La Maternidad, 1989, bronce –edición de
tres ejemplares, 246 x 130 x 142 cm.- en la pureta del museo de Bellas Artes en
estos días, tiene una ternura, un equilibrio, una proporcionada redondez que
permite recordarle con mejores ojos. En la escultura el volumen encuentra el
espacio y la materia para instalarse y concretarse con la contundencia que las
formas de Botero reclaman. El bronce oscuro y opaco no actúa como llamador; su
monumentalidad tan agresiva se anima a espantar sin rodeos; no hay cantos de
sirenas que atrapen en lo exterior, lo decorativo, lo aparente. El artista
desarrolla su idea con un lenguaje más apropiado y resulta convincente con la
redondez y enorme verdad de lo grotesco.
Mirar
cada obra y el conjunto de esta inconmensurable exposición hace pensar en el
por qué de su éxito. Y, al fin, preguntarse, ¿no es Botero un digno exponente
de la buena publicidad? ¿No es precisamente imagen, uno de los más preciados
ideales de quienes viven adaptados a una sociedad regida por la demanda y el
consumo, la venta y la aceptación? ¿Cómo volver deseable, cómo vender, lo que
no seduce visualmente?
Tiene
Botero un cuadro bien compuesto, entonado, con cuerpos rollizos que no han sido
sometidos a la burla; son hombres vestidos, tres de ellos duermen, dos vigilan
y uno trabaja; el equilibrio se instala en esta escena de La guerrilla de
Eliseo Velásquez, 1968, óleo sobre tela, 154 x 201 cm. Lo mejor de Botero
está reunido en esta obra que también tiene la serpiente amenazando a los
hombres, pecado pendiente de un árbol. Y este hieratismo boteriano reminiscente
del 1400 tiene un antecedente más moderno en “Campesinos durmiendo” de Pablo
Picasso, 1919, temple, acuarela, lápiz, 31.1 x 48.9 cm., Museo de Arte Moderno,
Nueva York. Allí están las formas volumétricas, las pantorrillas exageradas,
los rostros hinchados, los brazos rollizos que se repiten en las obras de
Fernando Botero.
Elisa
Roubaud.