sábado, 6 de marzo de 2021

CASARES ALEJANDRO

 

CASARES ALEJANDRO

 

Nació en Montevideo, Uruguay, el 19 de enero de 1942.

Estudió dibujo, pintura, escultura, cerámica, diseño gráfico, fotografía y arquitectura.

Reconoce como sus verdaderos Maestros a José Trichín, Carlos González y Augusto Torres.

Desde 1964 ha participado en exposiciones colectivas, Salones Municipales y Nacionales de Bellas Artes en el Uruguay.

Viajó a Europa en 1971, becado por la Comisión Nacional de Bellas Artes. En Madrid recibió cursos de grabado en el Instituto Pratt, con el profesor Michel Ponce de León.

En 1973, Casares viajó a México, también en usufructo de una beca, para especializarse en Museografía en el Centro Interamericano de Capacitación Museográfica.

En 1981 dirigió el Taller de Expresión Plástica en el IV Congreso Latinoamericano de Psicodrama, una experiencia de escultura colectiva.

Desde 1963 ha realizado exposiciones individuales en Montevideo, Punta del Este, Museo Departamental de San José, Porto Alegre (Brasil), Mendoza (Argentina), Instituto de Cultura Hispánica Madrid (España, Museo de Arte Moderno Rijeka (Yugoeslavia), VII Bienal de París (Francia) una escultura monumental para el Parc Vincennes, Círclo Artístico Manresa (España), II Bienal del Grabado Latinoamericano San Juan (Puerto Rico), Biennale Internazionale della Grafica Florencia (Italia).

Entre otras distinciones, merece citarse el Gran Premio del Salón Municipal de Bellas Artes, 1979, Montevideo.

Sus obras integran colecciones de arte en museos de Madrid, Maldonado, Montevideo, San Pablo, Rio de Janeiro, Rijka, Smithsonian Institute United States of America.

 

De las lecciones recibidas de Augusto Torres, Casares guarda un saludable orden, una equidad para organizar forma, color, volumen. A estas reglas asumidas y utilizadas se agrega una liviana ingenuidad, que trasunta algo así como una serenidad ancestral, aquella que suelen destilar los grabados japoneses.

De las lecciones entregadas por Casares en su taller de la calle Miguel Barreiro, cuando en 1994 preparaba lecciones y pinturas en aquel living acogedor, donde la biblioteca, la luz zenital, las mesas y las sillas eran el marco para el diálogo y el trabajo, ha quedado una pintura que es en sí el mundo y el centro del lugar y de la memoria.

El color es siempre entonado y distribuido por Cassares, no hay notas discordantes, la composición tiende a lo constructivo, a la descomposición de las formas para construir de acuerdo al dictado cubista pero a la manera propia: abriendo las formas, creando volúmenes y modelando el color. Los nuevo ritmos responden a la música interior del artista; música que se hace oír porque las obras transmiten una inquietud casi sólida, un ansia de seguridad, una insistencia en valores matemáticos que se corresponden en las contundentes formas y que reflejan la permanencia inalterable de escalas que se definen tal vez en otros campos de la existencia y el acontecer.

En marzo de 1994, expuso Alejandro Casares en la Sala Figari una serie de retratos femeninos, abordando el tema con libertad original, prestando al rostro expresiones de asombro que descansan en miradas detenidas rígidas, a la manera bizantina, que también se encuentran en ciertas figuras de Pablo Picasso; dos naturalezas muertas, dedicadas a Torrres; dos construcciones bien distintas centradas en el tema de cafetera, frutas, candelabro, mesa. En una de estas,  la de menor tamaño, el color finamente entonado y aterciopelado de Casares da cuenta de su oficio, le permite utilizar el negro para crear un nuevo espacio geométrico centro de la composición, el cual lejos de encerrar las figuras, marca una resonancia distinta en la relación de los colores, como si el eco entrara a funcionar, multiplicando posibilidades de comunicación. Para aquella exposición Casares también preparó  una instalación homenaje al pintor Washington Barcala: en un espacio medido, donde el artista calculó la entrada de la luz, su incidencia en la pared, dispuso troncos de olmos como asientos, lugar para el diálogo. Porque Casares recuerda el diálogo sin palabras que se podía mantener con Barcala y llegar así a una comunicación más íntima, silenciosa. En un altar místico, Casares ordenó sus recuerdos para elevarlos en colectivo  homenaje.

También digna de recuerdo fue la exposición realizada en Cinemateca de Pocitos, en junio de 1996 con ocho obras, seis de las cuales habían integrado un envío al Brasil. En ellas, rojo de tierra arcillosa. Tierra de pinares y coníferas, tierra apta para ser amasada y moldeada, tierra fina, tierra de ocres. Ocres y rojos acendrados, comparables a los que aún pueden admirarse en las ruinas románicas de templos y basílicas de paredes pintadas, donde el contraste franco con el azul, el dorado, trae reminiscencias orientales. Con ellos, Casares compone los fondos y deja ver el trazo sensible de las pinceladas; y deja contrastar un sensual modelado del color, para las construcciones que instala en tan cálido marco. Audazmente, Casares destaca la figuración sobre fondos de un solo color. Juega con este contraste hasta que fondo y figura resultan valorados, en virtud de tal confrontación. El oficio desplegado para cubrir planos con el color es contenido, permitiendo el disfrute de la veladura, de la zona pequeña que se mira con detenimiento porque se siguen descubriendo en ellas sorpresas de color y entonación, coherentes con la visión global de la misma obra.

Alejandro Casares, en la figuración o en el constructivo, conmueve, comunica. Paz, serenidad y sorpresa se renuevan en cada mirada a la obra de este artista, al encontrar matices, gestos, manchas que vuelven a atrapar el alma hacia la pura contemplación.

Elisa Roubaud. Bibliografía: Libro de la Puerta de San Juan de Gustavo Alamón.

 

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