RODRIGUEZ
ANA MARIA.-
Son raíces.
Son ramas. Fueron vivas unidas a los árboles en sus ramas o sosteniéndolos bajo
tierra. Encontradas, recogidas, elegidas como formas, se convierten en seres
vivos que la imaginación rescata de otras realidades. Son reales. Vuelven a
erguirse, a volar, a bailar, moverse o estar fijas en una posición que les
devuelve el ser y las rescata de volverse polvo entre las hojas caídas de los
bosques.
Ana María
Rodríguez, psicóloga de profesión, supo ver en aquellas formas encontradas la
posibilidad de renacer y cambiar sin perder su forma original; pero insertadas
en diferentes composiciones que les devolvieran el motivo de ser. Fue así como
su sentido artístico se atrevió a crear escenarios donde las nuevas figuras se
ordenaron en perfectas composiciones, donde el contemplador las recuperaba en
visiones que le permitían volver a soñar, con la esperanza de un cambio tal vez
personal, o simplemente perderse en una historia contada en colores, escrita
con nudos que otrora fueron soporte de brotes y flores, una historia renovada
ya antes de ser inventada, dócil a la acción de las hábiles manos que la
contaban, dejando en ellas sus propias angustias, alegrías y temores.
Así nacieron
y crecieron estos personajes del baile, la comedia o el vuelo libre de los
sentimientos que se plasman para no perderse. Así, sin pretensiones de un arte
con mayúscula, se mueven y permanecen inmóviles soportando las miradas, estas
criaturas nuevas, nacidas de ramajes viejos, surgidas de brotes enterrados, que
Ana María rescató de los suelos de Punta Negra para entregarlas nuevas y
cargadas de sentid, en una armonía de formas y colores que devuelven sueños
perdidos. Son las mismas. Son otras. Son la renovación que el arte puede dar
como respuesta sentida a la realidad que envuelve al artista y seduce al
contemplador.
Elisa
Roubaud
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