GLADYS AFAMADO
Gladys Afamado comenzó su carrera artística a los catorce
años, haciendo grabados en el Círculo de Bellas Artes, con Domingo Bazzurro;
egresada de esa institución, cursó el sexto año en la Escuela Nacional de
Bellas Artes y fue admitida en el curso de grabado de Adolfo Pastor, con quien
aprendió todas las técnicas, en la década de los años cuarenta. Estudió
cerámica con Duncan Quintela, 1960; serigrafía con Rimer Cardillo, 1970. Curiosa y creativa, la música, la pintura, la
poesía y la escultura, habrían de ser en el futuro vertientes por las que
Afamado canalizara continuamente su inquietud espiritual. Fue así que estudió
violín con Beatriz Tusset, de 1945 a 1952, participando en la orquesta de
cámara Anfión, en 1951 y 1952. Las clases de semiótica con Jorge Medina Vidal,
un curso de papel hecho a mano en Barcelona, técnicas de grabado en metal con
D. Finkbeiner de la Universidad de Nueva York y técnicas de composición digital
con Adriana Telleri, completaron su extenso bagaje de conocimientos.
Con todo ello, Afamado enfrenta el nuevo milenio esgrimiendo
además su buena relación con la computadora, resultados que expuso en el Museo
de Arte Contemporáneo durante los meses de julio y agosto de 2000. La artista
supo imprimir a estas obras la libertad gestual ganada durante largos años de
oficio, a los que sumó su paciente investigación.,
Los primeros materiales utilizados fueron las piedras, en
sus formas originales, pero grabadas en colores, a la manera de las primitivas
cavernas del arte rupestre. Estimulada por la técnica de la xilografía que
aplica la piedra como herramienta para estampar sobre otros soporte, Gladys
Afamado aplica su ingenio a convertir la herramienta en soporte. Surgen así de
sus manos los “criptolitos”, en los que la estampa femenina es protagonista de
composiciones que se adaptan a las formas de la piedra, donde la artista deja
grabadas sus figuraciones. Son éstas sus creaciones mejor logradas, el período
feliz de su producción, que se dio a conocer a fines de los años ochenta en una
exposición que hizo la Alianza Uruguay Estados Unidos.
En abril de 1991 Gladys Afamado vuelve a sorprender con
pinturas que llama “Aversiones y diversiones”. Con esta exposición abría la
Galería del Correo Viejo, en la calle Mercedes 929. Fiel al tema de la mujer,
esta vez ubicada en su entorno habitual, Gladys elige paisajes naturales y se
explaya en obras de mayor tamaño. Lo bucólico o lo ciudadano permiten destacar
personajes en los que miradas, manos, pies, son puntos altos que conectan las nuevas
obras con las características sobresalientes de los anteriores criptolitos. La
misma mujer se repite en cada cuadro, destilando sabiduría, aceptación,
armonía, formando una galería de retratos que bien podría verse como el sereno
relato de quien ha recorrido buena parte del camino y se detiene a
contemplarlo.
Sin embargo, el grabado es la técnica más adecuada para
hacer brillar los valores plásticos de Gladys Afamado. El público montevideano
puede apreciarlo en una retrospectiva que se realiza en 1998, en la Sala Vaz
Ferreira de la Biblioteca Nacional, 18 de Julio 1790, donde se presentan las
grandes impresiones sobre planchas de linóleo, en las que no quedan marcas al
entintar. El color de fondo es el negro y sobre éste se agregan otras planchas
del mismo material, o pedazos cortados y entintados de papel encolados al
soporte, superponiendo texturas y técnicas, creando un interesante tejido
plástico que para la artista es reflejo de las diversidades que la realidad
presenta.
De tal complejidad surgen formas con apariencia de máquinas.
Afamado las imprime para que sostengan, ofrezcan, muestren, otros grabados de
menor tamaño que penden de aquella forma inicial, casi animal, de la que, por
ejemplo, pueden desprenderse las bombas del peligro denunciadas por ominosas
flechas hacia el interior de una fiera, negra, blanca, más negra, con algo de
rojo, siempre atrayendo la mirada hacia determinada zona de la composición.
Adaptada a la modernidad, la artista va cambiando de
herramientas y hoy deja de lado las trabajosas técnicas del grabado en linóleo
y pasa largas horas frente al computador, creando en base a sus propias
fotografías, las que puede componer y recomponer a su antojo con la ayuda de la
máquina. Algo que dadaístas y surrealistas jamás habrían sospechado que podría
suceder. El tiempo confirma valores y ubica funciones, para que los hombres
puedan acrecentar sus posibilidades de ejecución.
GUSTAVO ALAMON
Nacido en Tacuarembó el 13 de enero de 1935, Gustavo Alamón
es un artista innovador, inquieto y atento a las vicisitudes de su tiempo. Con
imaginación y con impecable oficio, aprendido junto a Anhelo Hernández (1948),
en la Escuela de Bellas Artes de Monevideo, taller de Edgardo Ribeiro (1959) y
más adelante en el de Miguel Angel Pareja, Alamón comenzó seguidamente una
carrera en la que le tocó, además de pintar y crear, ser el profesor, el
orientador, el fundador y organizador de grupos dedicados a la formación
artística.
Comenzó como profesor en el Liceo de Fray Bentos en 1963. En
1967 se radicó en Tacuarembó y dictó clases de dibujo en el Liceo Departamental
y en el del Barrio Ferrocarril. En la misma ciudad creó el Taller de Artes
Plásticas “El Sótano”, en 1968. Dirige los dos liceos en 1971 y 1972. En 1976
instala su taller en Fray Bentos y al año siguiente dirige el Taller de Artes
Plásticas de Salto, tarea en la que continúa aún después de radicarse en
Montevideo, en 1979. Fue en ese mismo año que expuso en Club de Arte una
muestra en la que un cartelito, hecho de letras encoladas en el centro de uno
de las obras, decía: “Usted no sabe”. Tres palabras que resumían tal vez lo que
los imponentes robots pintados repetían en silencio. En esto radica el poder de
la imagen que consigue una comunicación directa por vías distintas de la
palabra. Una imagen debe primero impresionar al espectador para después llegar
con claridad al campo de su conciencia.
Este recorrido se da en las obras de Alamón. El pintor
consigue trasmitir la intrincada problemática del hombre moderno, acuciado por
necesidades que lo obligan a esconder su verdad interior, mucho más dramática.
Los hombres se han vestido de hierro en la pintura de Gustavo Alamón. Dejar los
paisajes, los retratos y la pintura de taller, no ha significado renegar de sus
maestros: el orden y el equilibrio que emanan de esos seres casi infernales,
agregados al cuadro por el collage, no provienen de una disposición casual, son
el resultado de la sólida estructura creada por una educación pictórica.
Después de su primera estadía en Montevideo, cuando era
estudiante, Gustavo Alamón reencuentra su propio estilo al volver de Tacuarembó
y Fray Bentos. En su casa, el patio se ha convertido en tierra fértil para
árboles y flores que esconden baldosas y las convierten en un jardín mental,
tan mental como su pintura.
Continuó con la serie de “Los notables”, ese hombre mediocre
de la sociedad contemporánea que termina siendo un autómata. Con el hierro
Alamón recorta seres que siente encerrados, endurecidos y pretende abrir con
ellos un camino directo al corazón del hombre.
En el año 1981 la Embajada de España en Uruguay le otorga a
Gustavo Alamón el Primer Premio que le permite radicarse cinco meses en Madrid
y visitar Francia. Las obras de Alamón se estaban vendiendo bien: en la Galería
Bruzzone de Speyer, había lista de espera para comprarlas y el viaje le dio al
artista la distancia para reflexionar con perspectiva crítica. ¿Sería la suya
una pintura “complaciente”?
Alamón no quería que sus cuadros se transformaran en espejos
donde el espectador se viera reflejadjo. Su finalidad era la crítica dura a una
deshumanización paulatina que pintaba en personajes símiles a las máquinas,
para que fueran rechazados, porque lo que había que pintar era el alma del ser
humano, no su accionar compulsivo.
“La imagen del cuadro era lo rechazable y no lo comprable –explicó Alamón en su
taller de la calle Luis Piera, saturado de olor a jazmines, rodeado de techos
en el corazón de una manzana sobre la rambla, una tarde de enero de 2004-. Vine
de Europa decidido a cambiar y fue cuando hice “Los androides”, enormes
monstruos vistos de abajo, porque quería señalar que aquellos monstruos que
detentaban el poder nos estaban pisoteando, a los seres humanos de América y de
mi país, era el tiempo de las dictaduras militares. Y recuerdo que hice la
exposición y fue la primera vez que ví a la gente, al entrar en la puerta,
hacer una exclamación como de fastidio, y ahí fue”.
Alamón había dado en la nota expresiva de su
intencionalidad.
Libre ya del temor de caer en una pintura complaciente, tal
vez estuviera el artista haciendo literatura, militancia, pintura panfletaria,
al subordinarla de tal manera a la expresión de una idea. El artista tiene
respuesta para esa posibilidad, cuando dice: “Estoy convencido de que en este
siglo XX se han dado acontecimientos tremendos de la historia del hombre a los
que yo sentía que los artistas habían dado la espalda, preocupados por crear
nuevos ismos y muy preocupados por el aspecto formal del arte, olvidándose de
que el arte es forma y contenido, también tiene que decir cosas al otro. El
artista creo yo que no puede evadir la responsabilidad de decir las cosas que
importan. Hay que tener cuidado en arte de no apropiarse del marketing que está
de moda, de no utilizarlo para su provecho, sino que el talento debe atacar los
problemas reales y dar con ello un mensaje al hombre contemporáneo. Es mejor no
caer en un arte totalmente insípido, sólo por haberse cuidado de no disgustar a
quienes molestos por las ideas, sólo aceptan la pura técnica perfecta de un
arte que ya no es tal, sino el buen oficio artesanal, vacío de contenido. Digo
estas cosas porque estoy convencido de ellas, pero al mismo tiempo si alguien
me refuta y me convence de lo contrario yo aprenderé y será la forma de
rectificar el camino”.
La década de los ochenta fue tiempo de exigencias para
Alamón al dirigir el Taller de Artes Plásticas de la Alianza Francesa de
Paysandú, y los Talleres de Artes Plásticas de Paysandú, Salto, Fray Bentos y
el suyo propio en Montevideo. Creó y dirigió el Centro de Difusión Cultural y
Artesanal de Río Negro (1986), antes de viajar a Alemania Federal y Suecia al
año siguiente.
El desempeño de Gustavo Alamón en la Sala de Exposiciones
del Ministerio de Educación y Cultura ha
permitido aquilatar condiciones personales del artista, aristas generosas y
honestas de su personalidad que le granjearon afecto y confianza del medio
cultural uruguayo.
La galería Puerta de San Juan, en la calle Soriano 774,
Montevideo, es hasta este momento su más joven emprendimiento: exposiciones,
una revista y un lugar acogedor tanto para los artistas como para quienes
necesitan del diálogo inquietante y estimulante con las artes plásticas, son puertas
que Gustavo Alamón abre, en esa persistencia por hacer caminos. Al andar, como
decía Antonio Machado.
Elisa Roubaud
Después de ser un niño notoriamente inquieto que terminó sus
estudios indecisamente, pues cursó preparatorios de arquitectura y de derecho,
Rodolfo Arotxarena es posible que nunca haya perdido un solo minuto de su
tiempo. Pasional, lleno de ideas, trabajador casi compulsivo, nada lo detiene
en los derroteros que se ha trazado y el cumplimiento de sus planes sabe de
muchos éxitos y de aún muchas más realizaciones.
Nació en Montevideo el 7 de setiembre de 1958 y en 1976
comenzó a trabajar como dibujante caricaturista en el diario El País.
Rodolfo Arotxarena prefirió no seguir estudios académicos de
dibujo y pintura que pudieran frenar o cambiar el rumbo de su impulso y de su
intuición. Dibujó desde muy niño, observó y analizó siempre. Amigos personales
y muy queridos fueron sus maestros, a la manera de guías espirituales,
críticos, pares con quienes profundizar en meditaciones enriquecedoras. Sólo se
ha confiado íntimamente a los grandes espíritus, entre quienes el
agradecimiento cobra forma y memoria en seres de la talla de Jorge Centurión y
Manuel Espínola Gómez. Y con el paso de los años, la inveterada costumbre de
rodearse de amigos entrañables fue tal vez acotando su número, pero nunca la
consecuencia o la intensidad de las relaciones.
Natural y gradualmente Arotxa, pues así firmó sus dibujos
desde el inicio, fue evolucionando de la línea firme y limpia que podía
recortar un contorno y crear varios elementos representando situaciones
complejas, en composiciones donde la ironía y el humor campeaban paralelos con
la distorsión de los rasgos que definía características de personalidad de los
actores sociales y protagonistas de la noticia, hacia dibujos en los que en
ciertas zonas la obstinación de la línea creaba densidades voluminosas, color
que se multiplicaba en matices del blanco al negro, emoción que se trasmitía
por el peso ejercido sobre el soporte al remarcar una y otra vez con la
insistencia tozuda de quien pretende ir siempre a más en la expresión. Ejemplo
de estos dibujos expresionistas son las comparsas que fueron presentadas con
cuerda de tambores y proyecciones sobre las paredes del Cabildo de Montevideo,
resonando alborozadas, al son de los ritmos que por las lonjas y desde cada
dibujo, el lápiz de Arotxa enviaba hacia el espacio libre, para continuar la
marcha. Así fue en febrero de 1994 y allí también había sido el grito de
libertad dado en octubre de 1985, cuando con la presentación de su libro “In
memoriam”, se enterraba un proceso político de dictadura, al recoger caricaturas
que fueron publicadas, y otras que no pudieron serlo, durante el gobierno
militar, todas ellas ilustradas con frases que fueron dichas por sus
protagonistas, en alguna circunstancia de aquel tiempo gris y nublado por la
falta de libertad y de esperanza. Un audiovisual proyectaba las caricaturas
sobre las viejas paredes que siempre fueron testigos de la defensa de los
derechos de las mayorías, mientras Arotxa con humildad reconocía: “Este libro
no lo hice yo, lo hizo el proceso y yo lo fui recopilando día a día,
interpretando lo que todos vivimos”.
Una de las primeras exposiciones de sus trabajos fue en la
Alianza Uruguay Estados Unidos, en 1981, sorprendiendo al público y a la
crítica capitalina al reproducir parecidos y atrapando al espectador con ellos
para llevarlo a navegar, prendido de tan sutil anzuelo, hacia las aguas más
profundas del mundo interior de los personajes, deshilvanando con humor la
intrincada madeja de falsas imágenes y sentimientos confusos que rodean los
hecho de la noticia hasta que las situaciones no se resuelven. El observador
más fino podía caminar con Arotxa los caminos del alma, descubrir al hombre, ya
que la noticia no es más que el relato de sus acciones y es por la acción, que,
como el Fausto de Goethe, el hombre continúa salvándose de todo lo que atenta
contra su integridad.
Dos años antes, en marzo de 1978, Arotxa había demostrado
sus condiciones de retratista, cuando apenas tenía 19 años: era toda una
promesa. Sus “Retratones” dejaron a la vista facetas sorprendentes del dibujante
y de los dibujados, entre ellos, Aparicio Méndez, Charles Chaplin, Alberto
Gallinal. Utilizó óleos y carbonilla, para dar por ejemplo, una enorme
cabellera agitada que cubría el fondo y sobre la que pintó la adusta fisonomía
de Beethoven; la bandera de Inglaterra se desangraba en rojos sobre el
característico cigarro y una serena grandeza envolvía el rostro de Winston
Churchill.
Ya entonces germinaban, tal vez, “Los Caudillos”, en la
intención del artista. Fue aquella una muestra monumental de óleos y grafitos
que Arotxa reveló a la ciudad de Montevideo el 3 de mayo de 2002, en el
Edificio Constitución, sobre la Plaza de la Matriz. Una muestra que había sido
inaugurada en la antigua catedral de la ciudad de Paysandú, reformada por el
Ing. Eladio Dieste, en un acto que constituyó el encuentro del caudillaje
recreado con una iglesia colmada de amigos del artista, enmudecidos por la
emoción al recorrer sobre los muros acogedores del ladrillo, los rostros
marcados y remarcados por líneas simbólicas de elección y sufrimientos, apenas
sugeridos en sus facciones que surgían de fondos trabajados con incontables
capas de color, las que, simulando las trampas de la memoria, permitían
advertir, tal vez imaginar, sin duda soñar, cuál había sido el alma de los caudillos,
forjadores de la patria en una lucha permanente que parecía ser su destino
natural.
Todas las etapas del artista son trascendentes y en cada
tiempo parece prepararse la cosecha futura. Es posible así recordar el del
dibujante de diecinueve años que trabaja en el diario El País y no descansa
preparando exposiciones que se recuerdan hacia el pasado, recuperando las más
importantes: comparsas bailando candombes, comparsas que se van, en las que
Arotxa parece haberse integrado, dibujando desde el mismo interior de los
grupos con sus espaldas cargadas de música y tambores; comparsas que se vieron
en mayo-junio de 1995, en la Galería del Notariado; Arotxa viajó y llevó a la
ciudad de Budapest “Lo que el viento se llevó y lo que trajo”, retratos de
todos los tiranos del mundo (1992); dedicó a un solo personaje, el Dr. Jorge
Batlle la muestra que pudo verse en el espacio de entrada al Teatro del Centro
del diario El País, cuando allí funcionaba el Museo de Arte Contemporáneo
(1991); los dibujos colgados en el café Sorocabana de la Plaza de Cagancha
(1987), los que fueron recibidos en el Instituto Histórico Cultural y Museo
Departamental de San José (1984), aquella instancia vivida en la Sala Vaz
Ferreira de la Biblioteca Nacional donde invita a los caricaturizados a
enfrentarse con su creación presentada bajo el título “Dígamelo en la
cara”(1983)
Larga es la lista,
entrañables los recuerdos.
Rodolfo Arotxarena viajó a Alemania y los Estados Unidos;
expuso en Praga y en Nueva York; entabló relaciones profesionales con otros
caricaturistas y desde 1983 es miembro de la Cartoonial and writers Sindicate
de New York.
ERNESTO AROZTEGUI
Seguramente que cuando impartía lecciones entregando a sus
alumnos las técnicas tradicionales del tapiz, Enrique Aroztegui no podía
aquilatar la proyección que su magisterio habría de tener en el arte nacional.
Desde la eternidad se sorprenderá complacido al contemplar las obras de Magali
Sánchez y Jorge Sosa, ganadores del Premio Figari 2004, colgadas en el local
adquirido por el Banco Central del Uruguay, estrenado con esta muestra
(diciembre 2004). Reciclada, la antigua residencia de la familia Raffo
albergará las obras que el Banco Central adquiere en contrapartida al
otorgamiento anual del Premio Figari, instituido en el mes de junio de 1995,
valorando a destacados artistas en diferentes disciplinas.
Tanto Jorge Sosa como Magali Sánchez heredaron del Maestro
la capacidad para tejer enormes murales dedicados al retrato de celebridades,
tales Pedro Figari, Manuel Espínola Gómez, el propio Aroztegui, Juan Manuel
Blanes y Carlota Ferreira en el caso de Sosa; y el más depurado oficio del punto
para dibujar sombras y matices en pequeño formato, habilidad que también
consigue llevar a la gran dimensión y con motivos abstractos, Magali Sánchez.
Son ejemplos que treinta años después transportan al recuerdo de Aroztegui en
su taller, permiten volver a mirar con la memoria su célebre versión de Adelan
Reta. Es también una instancia que recuerda la exposición-homenaje a Ernesto
Aroztegui que la Intendencia de Montevideo inauguró en el Subte Municipal el 4
de agosto de 1995. Los artistas se lucieron presentando gran variedad de
técnicas alejadas del tapiz tradicional,
y que sin embargo fueron elegidas para recordar la personalidad, el oficio, la
escuela de Aroztegui. En aquella oportunidad, los módulos de algodón, las
fotocopias, los cordeles, la pintura directa sobre el tejido, la búsqueda del
volumen y la fantasía para relacionar técnicas simples y materiales poco
modificados, fueron rasgos que el contemplador aquilataba sorprendido.
Rasgos que remitían por contraste al rigor del Maestro
Aroztegui en tejidos que respondían a la técnica tradicional que el diccionario
Larousse define de la siguiente manera: “...un tejido en el que la trama hecha
de hilos de lana, seda u otros, se enlaza hasta esconder los hilos del soporte
y formar sólo los motivos que se quiere ejecutar. La tapicería se hace a mano
con la técnica del alto liso (Gobelinos) o del bajo liso (Abusson, Beauvais),
según la trama esté hecha de hilos verticales u horizontales; el tejedor, que
siempre opera sobre la parte posterior del tejido, verifica más fácilmente su
trabajo en el alto liso”.
Los trozos más antiguos de tejido, distribuidos actualmente
en varios museos del mundo, fueron producidos en Occidente hacia el Siglo XI;
provienen de la iglesia de San Jerónimo en Colonia y tienen motivos de
animales, encerrados en medallones de inspiración románica. Arras, en Francia,
fue uno de los centros de mayor producción de este tipo de tejido (en lana,
seda, lino) sobre una urdimbre de lino o fibras, que se cubre enteramente
haciendo pasar en ambos sentidos, horizontalmente a la trama. En los Países
Bajos y hacia el sur, durante la Alta Edad Media, se tejían tapices en los
talleres de los monjes. La época de expansión del tapiz fue en la etapa gótica
en Francia, Flandes y Alemania, donde se producían importantes series de
tapices que se usaban en iglesias, palacios o grandes residencias, tanto para
decorar las paredes de los castillos, como para dividir los gélidos y enormes
ambientes. Pero hacia la segunda mitad del siglo XIV, año 1375, se hizo en un
taller parisiense y laico, una de las obras más antiguas que se conocen y que
hoy se conserva en el Museo de Angers, “Apocalipsis de San Juan”. Fue tejido
por Luigi d’Angio, sobre diseño de Hennequin, de Brujas; señala el inicio de la
cooperación entre pintores y tapicistas, que habría de mantenerse a lo largo de
la historia del tapiz, asegurándole un nivel constante de calidad. Se tejía
sobre cartones creados por artistas plásticos.
En el Siglo XVI, el Renacimiento Italiano revolucionó el
tapiz al subordinar la originalidad estética de la tapicería (representada
hasta entonces por las “verdures” y “millefleurs” de origen francés), a la
fidelidad a un diseño haciendo aparecer la figura humana y los matices de
colores. Por la multiplicación de los puntos se conseguía copiar exactamente
las obras maestras de los pintores. En esta línea trabajó Aroztegui y tales
sutilezas supo enseñar en el Uruguay, país rico en lanas, donde la juventud que
había obtenido un buen nivel cultural en la educación oficial básica, se
disponía a progresar por el camino de la técnica aplicada al arte.
El final del siglo XIX ya había sido testigo de una
renovación en los tradicionales Gobelinos. Después de la Segunda Guerra Mundial
los pedidos de diseño hechos al pintor Raoul Dufy (1877-1953), al pintor Marcel
Gromaire (1892-1971), contribuyeron a una renovación del arte de la tapicería.
Pero quien más trabajó en la elaboración de cartones para tejidos fue el pintor
Jean Lurçat (1892-1966), ya que a partir de 1938 se dedicó exclusivamente a la
producción de tapicerías, ideando una técnica simplificada para reproducir
motivos líricos, densos de color y compuestos con formas estilizadas, en los
talleres de Aubsson. En Angers se conserva su “Canto del Mundo”, realizado
entre 1957 y 1966.
Con nuevas técnicas resurge la tapicería al retomar el hilo
de los “objetos textiles”, aparecidos en Europa del Este en la década del 60,
creados y realizados por un único artista, desprendiéndose de la costumbre
anterior que consistía en que un pintor diseñara lo que los tejedores cumplían
en el alto o bajo liso. El carácter de “instalación” dominó en la
exposición-homenaje a Aroztegui de agosto de 1995. El Maestro había dejado
abierta la puerta para que dueños del oficio los discípulos actualizaran el acto
de cubrir un espacio con una figuración determinada y pudieran hacerlo también
en tres dimensiones. Se descubrían en estas novedades elementos que estaban
presentes en los primeros tejidos medioevales (“La Dame à la Licorne, Museo
Cluny, París); en la fábrica de muebles y tapicerías de los Gobelins, fundada
en 1662; en la fábrica de Beauvais, dirigida por J.B. Oudry, época en que la
tapicería degeneraba por copiar los modelos de pintores academicistas y
precisamente cuando surgía la orfebrería francesa para imponerse en toda
Europa. De manera que joyas y tapices, al igual que los muebles, han coincidido
en la historia de lo que cubre y adorna dentro de los espacios de una vivienda,
incluyendo a quienes la habitan.
Entramados, puntos, lanzadas, configuran dibujo, color,
matices. Los contemporáneos suman técnicas que dan volumen y la tecnología
permite crear la ilusión de la corporeidad de la imagen, posibilitando que
aparezcan ante el espectador lugares y personajes que, siendo virtuales,
resultan perfectamente visibles. Nuevas y actuales modalidades de
representación del “objeto textil”, aplicables tanto a los tejidos que cubren
los muros, como a las alhajas, los módulos, o el suelo, responden a las
exigencias de la modernidad de fines del siglo XX y principios del XXI. Se
conciben o no sobre cartones de pintores; generalmente son obras que responden
a la inspiración artística del artesano que las crea, las teje y las maneja.
FERNANDO CABEZUDO
Principiaba la década de los ochenta cuando visité a
Fernando Cabezudo en la ciudad de Mercedes, donde el artista reside desde los
seis años. Nacido en Montevideo en 1927, fue alumno de dibujo del Profesor Luis
Scolpini; a su vez Cabezudo fue profesor de dibujo en la Enseñanza Secundaria
desde el año 1958 hasta 1976. Por aquellos días una exposición de 30 obras en
la Alianza Uruguay-Estados Unidos fue el motivo de la visita al taller,
escuchando el relato de sus lecturas, su deleite en la contemplación de las
tardes en el río y los amaneceres en el Béquelo, la paz de la anacahuita del
jardín, el silencio de las voces en compañía del color.
“Qué es un cuadro y qué no es -se pregunta Cabezudo al tiempo que cita a
Rubén Darío: “Yo escribo mis versos con cosas de todos los días y con algo
que en lo misterioso vi”-.No es sólo la lucha por una solución de
dificultades, sino algo más. Ese algo más a mi me sirvió mucho. Picasso reunió
todo el conocimiento en maravillosa síntesis, así como cuentan de aquel japonés
que declaró que cuando tuviera 90 años pintaría flores; a los 100 tal vez
pintaría juncos que se movieran y a los 200 a lo mejor haría un punto y tendría
vida”.
Frente a la creación del hombre, Fernando Cabezudo se
pregunta “¿Angel caído o mono erguido?” y, respondiendo puntualmente a
la exposición enviada a la Alianza, dice: “Soy un formalista, pero es otra
cosa lo que uno quiere hacer. No es la casa, no es el rancho, no es el cielo.
El objetivo consciente es algo que está detrás, más allá de la cosa de todos
los días; uno al pintar aprende a ver las cosas en otra dimensión. De afuera,
se pierde la objetividad. Hay que ver de más alto y de más hondo”.
Así mira Cabezudo la vida que fluye y se detiene, más rápida
que sus pinceles, intemporal, en el alma de personajes y paisajes que son el
pretexto visible para hacer tangible la realidad oculta de su mundo interior.
Presente con su obra en Galería Calle Entera (1986), obtuvo
Cabezudo el Premio Especial INCA en 1987 y la Mención Premio Van Gogh; en 1989
mereció el Premio NMB Bank de Pintura. La contemplación de las obras de este
período es la puerta de entrada hacia un diálogo eternamente abierto frente a
los misterios metafísicos. El pintor entona su paleta en los grises verdosos
que mejor condensan la nube protectora que envuelve su sensibilidad, gracias a
una sordera que sufre desde hace mucho tiempo. Esa paleta asordinada es el
signo de la distancia que Cabezudo puede tomar con el mundo de las
circunstancias y es el color de la poesía que el pintor encuentra en la
materia, en el paisaje y en sus propios sueños o temores.
La muerte ha estado presente en el mundo de Cabezudo desde
la década del 70. Su figura avanzaba, su contorno se plasmaba claramente, a
medida que las figuras humanas eran destruidas, aminoradas por el tiempo,
aliado de las Parcas. Cabezudo reiteraba entonces la pintura de ancianas,
cercanas al fin; o tal vez pintaba ya ese fin, en la forma de una anciana.
Temida ancianidad, triste espectáculo de minusvalía que agigantaba la imagen
tenebrosa, borrosa como el borrador de la vida, nublada como las lágrimas
todavía no derramadas de un dolor cierto y silencioso. Con ella se había
encontrado tal vez Cabezudo en el silencio que se instalaba con él, dondequiera
que fuera.
Este retiro permanente y persistente a pesar de todos los
ruidos ha hecho de Cabezudo un pintor aún más sutil, porque el silencio
envuelve sus colores para arrancar notas inesperadas, hondas, espesas de tonos
que responden a veladuras, insistencias, reiteraciones. Trabajos que envuelven
al artista y lo protegen del aislamiento.
Los ojos de Cabezudo miran el río y el denso verde en las
riberas de la ciudad de Mercedes o de Río Negro contiene en sus cuadros la
poesía condensada que el artista extrae de la vida, de su secreta asociación
con la muerte, porque conoce su secreto y entonces ya no teme.
Cabezudo pinta probablemente con espátula. Pero las zonas
bien definidas de color, con esa línea firme, sobre más color, interrumpida por
otras que crean el enrejado que envuelve, como el silencio, como el temor, como
la prisión por la ignorancia, esas líneas se detienen o rascan el fondo y dejan
aparecer lo más vulnerable, las zonas que sufren cuando se descubren. El pintor
no teme rasgar hondo. Lo hace consigo mismo, con su pintura y con quien la mira
y dialoga con él, siempre en ese silencio, que el respeto agiganta.
“Paisajes del Río Negro” fue una serie
presentada en Galería Calle Entera en octubre de 1990. Menos dramática, la
muestra permitió el diálogo con un Cabezudo igualmente intenso en la cuerda que
toca para expresar plásticamente su emoción, ya sea como consecuencia de
meditaciones filosóficas o como una traducción del color, la exuberancia y la
calma de las orilla del río. Más o menos abstractos, todos sus cuadros destilan
esa poesía tan sutil y característica del artista; por el tamiz de su
sensibilidad pasan las líneas de la realidad y por su paleta se van produciendo
las veladuras, las luces mágicas, las notas de color suspendidas que recuperan
un sentimiento y lo entregan como por ondas de ritmos y colores.
CASARES ALEJANDRO
Nació en Montevideo, Uruguay, el 19 de enero de 1942.
Estudió dibujo, pintura, escultura, cerámica, diseño
gráfico, fotografía y arquitectura.
Reconoce como sus verdaderos Maestros a José Trichín, Carlos
González y Augusto Torres.
Desde 1964 ha participado en exposiciones colectivas,
Salones Municipales y Nacionales de Bellas Artes en el Uruguay.
Viajó a Europa en 1971, becado por la Comisión Nacional de
Bellas Artes. En Madrid recibió cursos de grabado en el Instituto Pratt, con el
profesor Michel Ponce de León.
En 1973, Casares viajó a México, también en usufructo de una
beca, para especializarse en Museografía en el Centro Interamericano de
Capacitación Museográfica.
En 1981 dirigió el Taller de Expresión Plástica en el IV
Congreso Latinoamericano de Psicodrama, una experiencia de escultura colectiva.
Desde 1963 ha realizado exposiciones individuales en
Montevideo, Punta del Este, Museo Departamental de San José, Porto Alegre
(Brasil), Mendoza (Argentina), Instituto de Cultura Hispánica Madrid (España,
Museo de Arte Moderno Rijeka (Yugoeslavia), VII Bienal de París (Francia) una
escultura monumental para el Parc Vincennes, Círclo Artístico Manresa (España),
II Bienal del Grabado Latinoamericano San Juan (Puerto Rico), Biennale
Internazionale della Grafica Florencia (Italia).
Entre otras distinciones, merece citarse el Gran Premio del
Salón Municipal de Bellas Artes, 1979, Montevideo.
Sus obras integran colecciones de arte en museos de Madrid,
Maldonado, Montevideo, San Pablo, Rio de Janeiro, Rijka, Smithsonian Institute
United States of America.
De las lecciones recibidas de Augusto Torres, Casares guarda
un saludable orden, una equidad para organizar forma, color, volumen. A estas
reglas asumidas y utilizadas se agrega una liviana ingenuidad, que trasunta
algo así como una serenidad ancestral, aquella que suelen destilar los grabados
japoneses.
De las lecciones entregadas por Casares en su taller de la
calle Miguel Barreiro, cuando en 1994 preparaba lecciones y pinturas en aquel
living acogedor, donde la biblioteca, la luz zenital, las mesas y las sillas
eran el marco para el diálogo y el trabajo, ha quedado una pintura que es en sí
el mundo y el centro del lugar y de la memoria.
El color es siempre entonado y distribuido por Cassares, no
hay notas discordantes, la composición tiende a lo constructivo, a la
descomposición de las formas para construir de acuerdo al dictado cubista pero
a la manera propia: abriendo las formas, creando volúmenes y modelando el
color. Los nuevo ritmos responden a la música interior del artista; música que
se hace oír porque las obras transmiten una inquietud casi sólida, un ansia de
seguridad, una insistencia en valores matemáticos que se corresponden en las
contundentes formas y que reflejan la permanencia inalterable de escalas que se
definen tal vez en otros campos de la existencia y el acontecer.
En marzo de 1994, expuso Alejandro Casares en la Sala Figari
una serie de retratos femeninos, abordando el tema con libertad original,
prestando al rostro expresiones de asombro que descansan en miradas detenidas
rígidas, a la manera bizantina, que también se encuentran en ciertas figuras de
Pablo Picasso; dos naturalezas muertas, dedicadas a Torrres; dos construcciones
bien distintas centradas en el tema de cafetera, frutas, candelabro, mesa. En
una de estas, la de menor tamaño, el
color finamente entonado y aterciopelado de Casares da cuenta de su oficio, le
permite utilizar el negro para crear un nuevo espacio geométrico centro de la
composición, el cual lejos de encerrar las figuras, marca una resonancia
distinta en la relación de los colores, como si el eco entrara a funcionar,
multiplicando posibilidades de comunicación. Para aquella exposición Casares
también preparó una instalación homenaje
al pintor Washington Barcala: en un espacio medido, donde el artista calculó la
entrada de la luz, su incidencia en la pared, dispuso troncos de olmos como
asientos, lugar para el diálogo. Porque Casares recuerda el diálogo sin
palabras que se podía mantener con Barcala y llegar así a una comunicación más
íntima, silenciosa. En un altar místico, Casares ordenó sus recuerdos para
elevarlos en colectivo homenaje.
También digna de recuerdo fue la exposición realizada en
Cinemateca de Pocitos, en junio de 1996 con ocho obras, seis de las cuales
habían integrado un envío al Brasil. En ellas, rojo de tierra arcillosa. Tierra
de pinares y coníferas, tierra apta para ser amasada y moldeada, tierra fina,
tierra de ocres. Ocres y rojos acendrados, comparables a los que aún pueden
admirarse en las ruinas románicas de templos y basílicas de paredes pintadas,
donde el contraste franco con el azul, el dorado, trae reminiscencias
orientales. Con ellos, Casares compone los fondos y deja ver el trazo sensible
de las pinceladas; y deja contrastar un sensual modelado del color, para las
construcciones que instala en tan cálido marco. Audazmente, Casares destaca la
figuración sobre fondos de un solo color. Juega con este contraste hasta que
fondo y figura resultan valorados, en virtud de tal confrontación. El oficio
desplegado para cubrir planos con el color es contenido, permitiendo el
disfrute de la veladura, de la zona pequeña que se mira con detenimiento porque
se siguen descubriendo en ellas sorpresas de color y entonación, coherentes con
la visión global de la misma obra.
Alejandro Casares, en la figuración o en el constructivo,
conmueve, comunica. Paz, serenidad y sorpresa se renuevan en cada mirada a la
obra de este artista, al encontrar matices, gestos, manchas que vuelven a
atrapar el alma hacia la pura contemplación.
JOSE PEDRO COSTIGLIOLO
Nacido en 1902, es posible considerar a este artista como el
iniciador del arte abstracto en el Uruguay.
Fue discípulo de Laborde y para
valorar su capacidad José Pedro Argul dice que “fue uno de los más rigoristas
entre los más capacitados, como lo señala el retrato primerizo que le pintara
al dibujante Carlos María Perelló” (Proceso de las Artes Plásticas del
Uruguay”, Edición abril 1975, pág. 255). Más adelante, el mismo autor recuerda
que Domingo Bazzurro lo califica de “cerebralista”, en su comentario sobre un
certamen de becas, publicado en “Páginas de Arte”, 1926.
Costigliolo ganó el Premio de Pintura del Salón Nacional de
1947 y el de 1956. En 1957 obtuvo la beca de la Bienal Nacional para viajar a
Europa donde sus obras fueron bien conceptuadas.
Recuerdo la tarde en que visité a María Freire y José Pedro
Costigliolo, en su apartamento número 901, de la calle Pereira de la Luz 1035,
esquina Rambla. Fue una impresión muy fuerte y una lección, inolvidable por
cierto, sobre las causas que llevaron al arte europeo hacia un despojamiento
paulatino cada vez mayor, conversando en su taller, rodeados de las obras que
permitían seguir en imágenes concretas el hilo del pensamiento del artista que
al mismo tiempo contaba su historia personal.
Así supe que Costigliolo
comenzó a trabajar con los elementos que podía ver en aquellas paredes,
al descubrirlos a través de su oficio como dibujante publicitario, porque así
se ganaba la vida y así crecía su espíritu, simple y constantemente en la diaria
actividad.
Desde 1929 hasta 1946, Costigliolo se ocupó del arte
gráfico, publicitario. Había comenzado a aprender pintura en el Círculo de
Bellas Artes cuando tenía 19 años.. Y pasados los años, el artista consideraba
importante “haber podido dar carácter artístico a una disciplina que, como el
dibujo publicitario, generalmente cuenta en la superficialidad de la regla y de
lo que puede ser la publicidad en el sentido de expresar cosas menores”.
Del año 1946 al año 1952, se ubican los períodos “Neopurista”
y “Maquinista” de Costigliolo, bajo las respectivas influencias de Ozenfant y
de Léger.
Conocer la obra de Mondrian marcó un hito en su carrera, así
como en la de su compañera María Freire. Fue un descubrimiento que les abrió un
nuevo camino hacia la abstracción ortogonalista. Este movimiento iniciado por
Mondrian prosperó en Europa y en 1918, durante la última etapa de la Segunda
Guerra Mundial, porque suponía que el arte era así totalmente puro e
intelectual; y todo lo que podía ser pasión o emotividad significaba un camino
hacia la destrucción del hombre, por lo cual
había que eludir la emoción que podría llevar a la ceguera, a las
guerras, a los desastres de todo tipo. El miedo al sentimiento desatado, llevaba
a la pureza y despojamiento más total. De esta postura, de tal actitud
fundamental frente a la vida, surge el despojamiento de José Pedro Costigliolo.
El “Purismo” nació con Ozenfant (1886-1966), comenzó el
París como un arte claro y preciso, racionalmente controlado, privado de
exaltación o expresión personal, reduciendo los objetos a simples formas
geométricas. La figuración se ve reducida a una esquematización total.
Una mirada a las paredes de su estudio-taller permitió
entonces constatar que en la obra de Costigliolo de los años 70 no había ya
restos de representación figurativa; aquellos de la época purista habían
desaparecido: el artista se manejaba solamente con elementos geométricos.
En 1955, Costigliolo inició el Movimiento Concreto en el
Uruguay. El arte concreto es hijo del neoplasticismo de Mondrian. Es un arte
abstracto que goza de mayor libertad compositiva. Arte universal por encima de
la creación romántica e individualista, que responde al Manifiesto del Arte
Concreto de Van Doesburg.
En Costigliolo la explosión de elementos no supone una
anarquía, sino que la relación entre estos elementos plásticos revela una ley
superior que organiza y estructura, rige estos elementos, por sobre la fuerza
inevitable que los dispersa. Una maravilla visual de equilibrio y armonía.
OSCAR GARCIA REYNO
El tiempo de Oscar García Reyno coincide con el de Kurt Speyer en la galería
de arte, cuando trabajaban juntos con Pablo Marcks. También coincide con mis
crónicas de arte en el diario Mundocolor, una idea que tuvo Daniel Herrera
Lussich para que la empresa del diario El País pudiera tener también sus
páginas con las últimas noticias en cada tarde.
Fue así como el 8 de abril de 1978, Mundocolor, en su página
de Espectáculos. publicaba la siguiente nota bajo el título de “La Maestría al
servicio de los sueños”: “La última producción de Oscar García Reyno está
expuesta en Club de Arte hasta el próximo 14 de abril, en la llamada Sala Negra
de esta galería de Arte. En la Sala Blanca, una retrospectiva que cubre el
período 1968 – 1978 ayuda a comprender la evolución del maestro García Reyno
durante la última década, los trazos que lo llevaron a modificar y simplificar
su estilo, sintetizando técnicas y profundidades del ser y del pintar.
Pintó Garcia Reyno toda su vida, desde los 20 años cuando comenzó
su carrera artística incursionando también en la escultura. Hubo, sin embargo,
cinco años de interrupción antes de continuar su camino por la figuración,
pasar por el abstracto y retomar la figura, dominando ya otros planos, líneas,
perspectivas, colores y transparencias, que sólo se obtienen tras largos años
de práctica y estudio, trabajando el talento natural del artista.
No hay grandes cambios en la pintura de García Reyno durante
los últimos diez años. Hay sí, en sus últimos cuadros, una atmósfera de sueño
que agrega a lo esquemático de sus figuras anteriores, la libertad, la
independencia del surrealismo. Hay también un mundo interior cargado de sueños
detrás de cada uno de los retratos, los que son a su vez el producto de los
sueños del autor, totalmente inventados, recreando mujeres ideales, clásicas,
imponentes, que recuerdan las figuras renacentistas del siglo XV y hasta la
gracia estática de Botticelli, aunque en su severidad se encuentren
desprovistas de todos aquellos elementos etéreos con los que aquel pintor las
envolvía.
La descomposición de los planos en las marinas, la
superposición de colores que resulta de matices insospechados y revela
misteriosos tonos debajo de otros, al impacto de la luz; la profundidad de las
miradas en seres que parecen estar más allá de todo lo creado, configuran un
mundo que Garcìa Reyno propone para el deleite de la contemplación, invitando a
soñar, hacia un horizonte sin límites que parte de la realidad lisa, plana,
concreta de una tela y que el genio del artista trasciende. E.R.”
El 24 de julio del año siguiente, el mismo diario
publicaba el siguiente texto, titulado
“Paisajes de un maestro”: “Club de Arte presentó las últimas obras de Oscar
García Reyno. La mirada del artista se vuelca esta vez en el paisaje para
expresarlo en los mismos caracteres que pintaron sus retratos. Se reconocen las
pinceladas, el colorido, la sofisticaciòn, la abstracción, el mismo mundo que
ahora informa otras figuras. Así, los árboles se convierten en luminosos
objetos geométricos. Los botes, las lunas, los puertos, se ven bajo la misma
luz inventada que antes partía de un rostro que no podía identificarse sino con
él mismo pintado en otros colores, con otras luces, también mágicas en otra
obra de García Reyno. Es así como el artista responde a la necesidad de cambio
sin perder la fidelidad a sí mismo, a la propia interioridad que lo lleva a
pintar en un estilo determinado. Este estilo se aplicará no importa a qué
motivo, para expresar otras ideas.
GUISCARDO AMENDOLA
Recorriendo la exposición retrospectiva de Guiscardo
Améndola en el Cabildo de Montevideo, me fue dado comentarla con la nieta del
pintor, Liliana Améndola Viera, poetisa autora de la obra “Eclosión de
Almendras”, Ediciones Caracol al Galope, marzo de 2003. Un doble encuentro para
mí, tan inesperado como revelador, de talentos uruguayos a los que suele llegar
tarde el reconocimiento y hasta el conocimiento. En tal sentido las reflexiones
de Jorge Abbondanza en el prólogo del catálogo de esta muestra no tienen
desperdicio. Por otra parte, la crítica Olga Larnaudie permite seguir un
riguroso itinerario por la vida y obra del artista; valoración que se completa
con la “Cronología” que le sigue, todo ello insertando al
pintor-obrero-cocinero que fue Améndola, en la historia de las artes plásticas
uruguayas, a partir de 1947, cuando hace su primera exposición en Amigos del
Arte. Otra lectura imprescindible para conseguir una idea acabada no solamente
de la personalidad y el quehacer cumplido por Guiscardo Améndola, sino para
apreciar con total claridad por qué surge en Uruguay un pintor de tales
características. Porque así como los empastes y las transparencias se organizan
sobre el soporte respondiendo a etapas de su trayectoria personal, en la misma
influyen las corrientes internacionales importadas y el grado de aceptación y
de rechazo que éstas tuvieron en su momento en la crítica especializada de
nuestro país. No faltan en el catálogo las palabras de su amigo entrañable,
Manolo Espínola Gómez, de las que se puede rescatar una frase muy sabrosa:
“...Le he visto en ámbitos cubiertos y en espaciosidades ilimitadas. Por todas
partes y en ocasiones diferentes este amigo mío “usa” siempre el MISMO-GORDO”.
Reflexión que da nombre a la exposición del Cabildo: “el MISMO-GORDO, Homenaje
al hombre de raíz tierna y al Obrero”.
La referencia a Alfredo Testoni, íntimo amigo de Améndola,
se ilustra con una secuencia de fotografías que siguen el caminar del artista,
mientras fuma un cigarrillo. Realmente, un imperdible.
Trabajando el negro sobre el negro, casi monocromos, con
algo de gris y de pardo. Otros con algunos toques de rojo más matéricos; una
gestualidad que lo acerca al Informalismo. La exposición incluye recortes de
diario, cuando nació la idea de crear escenografías para los tablados; las
fotografías que muestran a Améndola trabajando para el mural que realizó en el
edificio Beverley Hills (calle Buxareo 1629), obra que lleva a recordar su
mural en El Mejillón de Punta del Este en 1951, integrando mosaicos y piedras
semi-preciosas.
Es maravillosa la luz onírica, casi metafísica que consigue
utilizando apenas negros y grises, algún pardo, por ejemplo en un óleo sobre
durabor titulado “Educcción”, de cientoveinte por 86 centímetros, en 1959,
Premio Cámara de Senadores en el XXIII Salón Nacional, Medalla de Bronce, obra
que pertenece al acervo del Palacio Legislativo.
Como parte de una enorme calesita se levanta el caballo en
colores “Pintura 10 (Caballo), 1965, esmalte, 173 por 89 centímetros, que fue
premiado en el II Salón de Pintura Moderna del Instituto General Electric, obra
que pertenece a la familia Améndola Verdié. Esta obra es una proeza de color,
de frescura, de ritmo y movimiento sugerido; resulta increíble que haya sido
hecho por la misma persona que trabajaba los negros y los grises, con igual
espontaneidad, profundidad, entrega al color, a la materia trabajada y al plano
que es el soporte.
“Zona prohibida”, 1966, óleo, 108 por 121 centímetros, es
una obra destacada de esta muestra que pertenece al acervo del Museo Nacional
de Artes Visuales; no es ya el tablado sino la ciudad, sin perspectiva; es la
sensación de la vida ciudadana expresando con la audacia del color la relación
del hombre con el entorno; la vida parece esconderse detrás de cada pincelada,
la figura humana, casi ausente, está sin embargo integrada aún en las
representaciones de construcciones que desfiguran su contorno, a falta de un
rigor de dibujo, siguiendo un aparente descuido de las formas que no era tal,
sino el desborde de la capacidad de comunicación, de una emotividad que
franqueaba todos los límites.
Desdibujado, atrapado ha quedado el hombre en esta obra
expresionista y conceptual de Guiscardo Améndola.
La Pintura No. 11, esmalte sobre durabor, 183 x 122
centímetros, 1965, Premio del II Salón de Pintura Moderna del Instituto General
Electric, de la colección de Julio María Sanguinetti, es la magnífica
representación del gesto que protege la vivienda, es la grúa que levanta una
casa, como una mano constructora que demuestra su poder de preservación, con el
poder del color y de la forma, admirablemente bien manejados por el artista.
La fineza de color está en una obra de menor tamaño, sin
título, óleo sobre tela de 73 por 60 centímetros, pintada en 1963. Sobre un
fondo azul claro, con una entonación encomiable de color, el artista crea
formas que al contemplador le evocan otras formas, pero es sobre todo la
plasticidad de esa creación lo que atrae con el rigor, la contundencia, el uso
de las veladuras, la expresión de una poética que parece ser característica
fundamental de Améndola.
Las témperas sobre cartón le permitieron a Améndola
conseguir calidades aún más finas, crear una atmósfera transparente no exenta
de densidad, con toques de rojo siempre sobre fondos de negros y grises.
Mantiene el artista la fineza que tiene para transmitir la trascendencia del
ser humano en el medio, atravesando la materia e instalándose en el soporte con
pinceladas que, casi sin tocarlo, van dejando la imprenta del color.
Esta exposición permanecerá hasta el próximo 28 de marzo y
es una cita ineludible con el artista, para recuperar su memoria, para recorrer
con sus obras un itinerario que honra la historia de la pintura nacional, y
así, en este camino, enmendar tantos años de olvido. Los valores nacionales, en
todos los órdenes, debemos rescatarlos para las generaciones más jóvenes que
los pueden conocer aunque su tiempo sea otro, porque también este tiempo los
está confirmando.
LINDA KOHEN
Linda Kohen, pintora nacida en Milán, Italia, en 1924,era
muy joven cuando llegó al Uruguay, en 1940, para quedarse a vivir y trabajar en
este país. Estudió dibujo con Pierre Fosssey y dibujo y pintura con Eduardo
Vernazza. Pasó dos años en Buenos Aires, estudiando pintura con Horacio Butler
(1946 a 1948) y al volver a Montevideo ingresó en el Taller Torres García,
donde trabajó con Julio Alpuy, Augusto Torres y José Gurvich, hasta 1974, fecha
en que cerró el TTC.
Después de viajar por los Estados Unidos, de 1977 a 1979, se
radicó en la ciudad de San Pablo y no retornó al Uruguay hasta el año 1985.
Comenzaron sus exposiciones regulares, tanto en Montevideo como en Punta del
Este y Maldonado: Instituto Italiano de Cultura, Galería Sur, Casa de Cultura
“Alicia Goyena”, B’nai B’rith Oriental, Federación Wizo del Uruguay, Comunidad
Israelita del Uruguay, Galería Moretti, Museo de Arte Contemporáneo del diario
El País, Puerta de San Juan, Centro Cultural España; y otras en San Pablo o en
Buenos Aires, se sucedieron a lo largo de aquellos años y hasta bien entrado el
siglo XXI, en el año 2005.
Linda Kohen afirm su caligrafía en el dibujo mesurado,
despojado. No teme al vacío, como si afrontara, con el espacio, la verdad.
Lleva las figuras naturales a formas que la mente deforma antes de colocar en
el lugar que corresponde, cual si fueran piezas de un simple y severo
rompecabezas, destinadas a otra forma que las espera, las recibe, las contiene.
Con su pintura, Linda Kohen supo siempre mantenerse dentro de
dos coordenadas: espacio y tiempo, límites que le permitieron espiritualizar la
realidad, porque al transitar por su propio espacio y su propio tiempo, la
pintora paralelamente mostraba su capacidad para transformar lo vivido en una
realidad distinta, atenuada, consoladora, cierta como el dibujo, equilibrada
como los valores pintados.
La primera sorpresa que depara la pintura de Linda Kohen es
la seducción visual, puramente estética, ante un hecho plástico que induce a
mayores profundidades. En el umbral, el contemplador también duda antes de
seguir dando pasos que lo conduzcan por el rumbo que ha sido señalado, por el
que deben tomar obligadamente las figuras fijas, simplificadas, leves en su
delineamiento como para sugerir un enorme peso: el del cuerpo más toda la
existencia. La sorpresa inicial, la de la seducción, abre el camino hacia una
nueva sensación: la de la presión hacia esas puertas, que viene de la soledad
interior, manifestada por Linda Kohen en el uso casi surrealista del espacio.
Así fue cuando Linda mostró la serie de “las puertas”, en Galería Moretti, en
agosto de 1994, una de las memorables exposiciones de su larga y exitosa
carrera.
En su más reciente exposición, la del “Laberinto”, en el
Centro Cultural de España, marzo de 2005, Jorge Abbondanza, curador, la
presenta como “La artista y su red”. Y realmente, seducción, presión hacia la
interioridad, enfrentamiento con una realidad espiritualizada, conducen de la
mano de la artista y su curador hacia el abismo y el misterio de lo circundante.
Los suaves colores contenidos y sostenidos en la rigurosa medida y el
equilibrio de la línea tan suave y tan firme en aquella figuración simbólica,
persistente, pero sutil, cobran cuerpo material, rigidez de marco. El negro
todo lo pinta y las hojas de un interminable biombo se abren para dar paso y se
cierran para indicar que no era ese el camino. El laberinto funciona sobre el
espectador, lo sume en la nada, le roba el espacio, le ha quitado el color. En
esta red, la experiencia se completa interiormente: la búsqueda de la salida es
absolutamente personal, la voluntad se vuelve hacia la salvación y los colores
que el alma pide son los de una realidad recuperada.
OSMAR SANTOS
Nació en la ciudad de Rivera el 22 de junio de 1934. No
contó en su niñez más que con el estímulo del entorno familiar y el consejo y
amistad del poeta Agustín Bisio. A pesar de ello queda consignada la frase
escrita en un cuaderno de sexto año escolar: voy a ser pintor en mi vida. El
encuentro con el pintor austríaco Rodolfo Seinwells en 1951 fue decisivo. No
sólo marca el inicio formal decisivo del aprendizaje artístico, sino que
coincide con la fundación de Arte Pictórico de Rivera. Al año siguiente viaja a
Montevideo. Allí se consolidan las bases teóricas y técnicas de dos caminos
paralelos: el de la docencia y el de las artes visuales. El Instituto de
Profesores Artigas y la Escuela Nacional de Bellas Artes fueron las
instituciones donde estudió entonces. Es alumno de Fernando García Esteban,
Florio Parpagnoli, Ricardo Aguerre, entre otros. Entra en contacto con artistas
geométricos como Costigliolo, María Freire o Liconln Presno. Santos se interesa
por la geometría y por la construcción de un nuevo espacio pictórico. De
regreso a su ciudad natal propone la creación del museo de arte de Rivera, el
10 de marzo de 1958. Durante los años sucesivos desarrolla una intensa labor
muralística. A través del tiempo realizó más de veinte murales en varias
técnicas. En los años 1959, 1961, 1963, Santos visita la Bienal de San Pablo.
Las bienales me pusieron en contacto con el informalismo matérico. A partir de
1964, a través de un profundo proceso de maduración e intenso trabajo, su obra
lo aproximará a la representación del ser metafísico y esencial. De esta época
son sus primeros trabajos en arqueología “primer mapa arqueológico del
departamento de Rivera”. De sus viajes con este fin le queda la imagen de la
soledad de los habitantes del campo, solos frente a su entorno. Desde 1957
había comenzado su labor como docente de arte. Específicamente de pintura en la
Escuela Taller de Artes Plásticas de Rivera, de la cual fue director en el
período 1966-1975. En ese momento se producirá un proceso de síntesis. En 1964
aparece “Cámara de reflexión”. Es aquí cuando Santos llega plenamente al ser
esencial, al ser metafísico que desde entonces ha venido trabajando en todas
direcciones. En ese mismo año fundará el Taller de Arte Infantil de Rivera que
lleva treinta y cinco años ininterrumpidos de existencia, actualmente a cargo
de la hija del pintor. La creación del museo propuesta en 1958 cristalizará en
1970, pasando a llamarse Museo Municipal de Artes de Rivera. Por veinte años,
de 1975 a 1995, enseña en la Escola de Artes en Sant’Ana do Livramento RS,
Brasil, donde, además de ser su fundador, fue su director durante el tiempo de
su existencia. En esa misma ciudad funda el Museu de Artes de ASPES, siendo su
curador hasta el año 1995. Paralelamente a su desarrollo como pintor,
desarrolló una obra como fotógrafo, como diseñador gráfico, como artista postal
y como artista digital. Además de sus estudios e investigaciones en
arqueología, orientó su interés a la malacología llegando a descubrir una
especia nueva (Megalobulinus riverensis) de cuyo nombre también es responsable.
EN EL CENTRO CULTURAL DE ESPAÑA DEL 21 DE MARZO AL 17 DE
ABRIL DE 2004 SE PRESENTO UNA RETROSPECTIVA DE SUS OBRAS.
-Descripción de esta
exposición.-
Hay fotografías, entre las que aparece Santos profesor del
Liceo No. 1.
Hay un estante con los libros de su autoría: Apuntes para
historia y cultura artística, Rivera 1957; Azulejos Art Nouveau de Rivera
(Uruguay) y Sant’Ana do Livramento (Brasil); Historia de la fotografía en la
frontera Rivera-Livramento; Síntesis histórica de las artes plásticas en la
frontera Sant’Ana do Livramento; Artistas riverenses en el acervo del Museo
Municipal de Artes Plásticas de Rivera; Genealogía de la familia Masoller,
Museo Municipal de Artes Plásticas de Rivera, 2002; catálogos de algunas de las
160 exposiciones realizadas por el Museo de Rivera y algunos de los boletines
del Museo Municipal de Artes Plásticas de Rivera que Santos fue regular en
publicar y enviar a distintas instituciones, prensa y artistas interesados.
Están las cajitas con caracoles que muestran los resultados
de las investigaciones de Osmar Santos en malacología y un libro en proceso de
preparación titulado “Caracoles terrestres de Uruguay”.
Se exponen los resultados de los trabajos arqueológicos de
Santos en Los cerritos indígenas de Vichadero (1968), La industria lítica del
Río Cuareim (1967), Primer mapa arqueológico del departamento de Rivera (1965),
El yacimiento paleolítico del Arroyo Catalán Chico (1965), Industrias líticas
localizadas en el departamento de Rivera (1967). Estos escritos son llamados
por Osmar Santos “comunicaciones científicas”.
Se exponen fotografías de los lugares donde se realizaron
excavaciones bajo la dirección de Osmar Santos y algunos ejemplos de piedras
encontradas.
Tres vitrinas muestran el desarrollo de las ideas, cómo el
artista despierta de noche con alguna idea y en ese mismo momento, para no
olvidarla, la dibuja dentro de pequeños rectángulos que van repitiendo el
desarrollo dibujado de esa idea. El proceso termina en la obra final,
definitiva, algunas de ellas expuestas en el Centro de Cultura de España, lo
cual contribuye enormemente a la comprensión de la muestra, cuando el
contemplador puede comparar el germen de las pinturas en las que se ha
transformado en una abstracción en la que el color agiganta la expresividad de
aquel primer esbozo, pensado durante el insomnio.
Son de gran interés, en estas vitrinas de los dibujos,
aquellos que fueron inspirados por los nietos del artista: “Niños pensando
igual”, “Dos niños observando cómo se derrite el sol”, “Niños comunicándose
telepáticamente”. Estos dibujos sintetizan la cosmovisión que Santos
materializa en su obra marcándola con signos suyos propios que se repiten, al
igual que se repiten las imágenes en los fractales con los que trabaja
digitalmente por medio de la computadora.
También en la computadora puede imprimir los rectángulos que
van a ser soporte para nuevas ideas; si bien la medida áurea está programada en
la computadora, O. Santos la tiene de tal modo incorporada en su quehacer que
la única función de esta tecnología es la de confirmar las proporciones y la
armonía creada previamente por el artista en los esbozos que somete a un examen
de orden en los lineamientos realizados por la máquina.
“Celda”, mancha de tinta, representativa de la T que Santos
abstrae del rostro humano, marca de la síntesis que se repite cada vez que el
artista insiste en una marca humanizante de las formas. Esta mancha poética se
sostiene en el espacio en una composición tan irregular como equilibrada.
Entre sus fotografías, “Noche” Primer Premio de la V Bienal
de Primavera de Salto;
“El vendedor de naranjas” de 1969, le permite componer algo
que más parece un dibujo que una fotografía, porque los juegos de luces y
sombras de esos árboles que protegen al vendedor de naranjas que se aleja
tienen la levedad poética que puede dar la mano; “Abuela” significó para O.S.
el Primer Premio del Salón Internacional de Fotografía de Rivera-Livramento y
“Descanso” de 1969 es una fotografía que ha sido trabajada con solarización en
laboratorio propio del artista y da la medida del Santos investigador.
Se lee en la pared: “La dimensión expresiva que la
fotografía ofrece no se superpone con la pintura, antes bien la complementa. Es
la mirada hacia el mundo exterior filtrada por su sensibilidad de pintor. La
composición equilibrada, muchas veces basada en ortogonales, le confiere un
carácter “construido”, casi clásico. Las fotografías quietas de
modelos quietos parecen no ofrecer los azares imprevistos de
la instantánea. Se suma a esto el neto claroscuro del blanco y negro, muchas
veces contraluces que constituyen gran parte de su producción. Se ocupa también
del retrato y aunque siempre, al decir de Roland Barthes, “la fotografía da
algo que ha estado y no está”, cuando se trata de seres humanos coincide como
medio expresivo con la función que la leyenda griega explica como origen de la
pintura: la evocación de una ausencia”.
Octavio Paz en “El mono gramático” escribió: “La fijeza es
siempre momentánea. Es un equilibrio a un tiempo precario y perfecto que dura
lo que dura un instante. Basta una vibración de la luz, la aparición de una
nube o una mínima alteración de la temperatura, para que el pacto de quietud se
rompa y se desencadene la serie de las metamorfosis”.
Su pintura “Arbol familiar”, 2004, acrílico de 1.95 x 1.16,
en colores cálidos. La T se multiplica formando series, y este cuadro es parte
de una serie como todos los que integran esta colección que han sido
seleccionados por el pintor como representativos de las diferentes etapas de su
producción.
“Síntesis total”, 2003, acrílico 0.81 x 0.60, de una belleza
decantada, depurada.
El dramatismo está en una pareja de la serie Mundo hoy y el
cuadro es “Mundo hoy III”, 1983, acrílico de l00 x 73 cm.
Tal vez la obra que condensa el simbolismo y sentido de la
obra de Osmar Santos sea “Gran imagen”, 1965, óleos y texturas, 1.20 x 0.90 de
la serie Latinoamérica. Abstracta, casi minimalista y monocroma, deja percibir
gracias a sus veladuras los matices de grises, pardos y hasta parecería que hay
un rojo que lucha por salir detrás del negro que cubre la tela.
De la serie Después de la noche siempre amanece, ha sido
elegido “La esperanza compartida”, 1984, 0.90 x 1.20 m.
Dos cuadros de la serie Parejas y arcos de medio punto que
se exponen son Pareja, y Pareja II, de 1979, óleos 0.50 x 0.70 m, repiten el
motivo en una escala de colores claros, con rigor musical y plano.
Osmar Santos ha guardado más de 1600 pinturas y no puede
contar cuántos dibujos de su obra incesante: descansa cuando cambia de
actividad.
En la sala de las pinturas digitales se lee: “El arte
digital consuma la aspiración de desmaterializar el objeto artístico. Se
constituye así una escritura de interfases que puede después materializarse en
diferentes soportes”.
Se proyectan sobre la pared del entrepiso otras obras que no
están expuestas. Se pueden ver desde abajo, de tal manera que quien visita esta
exposición se lleva una cabal idea de toda la producción de Osmar Santos y de
sus actividades relacionadas con la docencia, la extensión cultural, la
investigación científica y tecnológica.
NELSON RAMOS
Nelson Ramos nació en Dolores, departamento de Soriano, el
19 de diciembre dde 1932; y murió en Montevideo el 2 de febrero de 2006.
Estudió con Vicente Martín en la Escuela Nacional de Bellas
Artes de Montevideo. Desde el inicio Ramos fue un artista que mereció becas de
estudio, viajando a Río de Janeiro donde aprendió la técnica del grabado, en
1959. En 1962 viajó a España, Italia, Francia, con una beca otorgada por el
Ministerio de Educación y Cultura del Uruguay. En 1971 creó el Centro de Expresión Artística, taller de arte
que dirigió hasta su muerte, donde se formaron varias generaciones de jóvenes.
En 1981 fue contratado para enseñar dibujo y pintura en el College of Art and
Design de Minneapolis, en los Estados Unidos. En 1992, mereció el premio “Eco
Art”, en Río de Janeiro. En 1995, con el Premio Fraternidad, viajó por Israel y
Turquía, antes de volver nuevamente a Europa
De manera que Nelson Ramos
conoció Oriente y Occidente, bebiendo en las fuentes hasta poder
concretar en sus obras una síntesis que supone la versión personal del hombre
con su propia historia.
En 1996 mereció el honor del Premio Figari. En 1997 las obras de Nelson Ramos
representaron al Uruguay en la Bienal de Venecia. Al año siguiente algunas de
estas obras fueron vistas en Montevideo en el Museo Municipal Juan Manuel
Blanes, en una memorable exposición de maderas del artista.
Fue tal vez en Buquebus, en el Edificio Santos del Puerto de
Montevideo, donde con el título de “La última década del siglo” se concentró la
más memorable exposición de Nelson Ramos, en el mes de agosto de 1999. Lúdico,
poético, Ramos mostró su humor con la más sorprendente plasticidad y para ello diseñó un catálogo, digno
anticipo de la muestra, impreso en el mes de junio con el apoyo del Banco
Central del Uruguay y del Banco de la República. Mirarlo con atención fue
requisito previo para la contemplación de las obras, en una penumbra que
favorecía el espíritu de aquellas, a la luz de apenas algunos resplandores que
destacaban el oficio y la teatralidad del maestro. Se trató de una selección de
distintos períodos que mostraban claramente la evolución del artista,
ofreciendo la buena oportunidad de refrescar la memoria al prenderse del hilo
conductor subyacente en el alma de construcciones seductoras, en las que la
materia trabajada aparecía transformada en puro lenguaje, porque Ramos la había
convertido en expresiva sustitución. Todo material utilizado estaba trabajado
con esmero respetuoso, con gran habilidad manual. Tal como el color responde al
artista desde la punta del pincel, en Nelson Ramos los dedos eran el extremo
dócil al concepto y a la programación creada, obedeciendo a un verdadero
escenógrafo de las historias recordadas. Cajas y compartimientos, ordenaban
secuencias que se proponían al contemplador a la manera de capítulos, como
ráfagas de la memoria, permitiendo un regodeo íntimo con el objeto, al contacto
con las técnicas de asombroso ingenio y de paciente y poética ejecución.
Objetos, caballos, hombres, parejas humanas: todo estaba allí resuelto con
estilizada fineza, en esculturas que conservaban el color natural, acendrado
por tonos y lustres que el artista supo sumar, para acentuar con ello y aún
más, su carácter plástico, lúdico, humorístico, dramático en fin.
SOLARI LUIS A.
Prefiero recordar a Luis Solari cuando lo entrevisté el 24
de agosto de 1977, con motivo de su exposición en Club de Arte, la Galería de
Speyer en la calle Ituzaingó 1324, cuando allí trabajaba Pablo Marks. Era
joven. Solari había nacido en Fray Bentos, el 17 de octubre de 1918. Su familia
se trasladó a Montevideo cuando Luis tenìa siete años y pasaron a vivir en el
Buceo, esquina de Marco Aurelio y Mentana. Entre otros tablados que en Carnaval
animaban el barrio, el de Solferino y Comercio había de marcar su memoria y en
la exposición de Club de Arte se podían ver “Los Cabezudos”.
La fábula, los sueños, el terrior, la fresca ingenuidad que
remite a la tierra mojada de jugos y raíces naturales, con los que parece haber
sido pintado este mundo inventado por el artista. ¿Cómo lo explica el maestro?
“Lo original –dijo Solari aquel día- es aceptar que el
hombre es un hombre pero que se comporta como tal o cual animal; que tiene tal
o cual características, más o menos agresivo, más o menos ladino; y entonces le
pongo el “cabezudo”. Debajo del cabezudo puedo estar yo o cualquier otra
persona. Y lo pongo muy feliz y sonriente, está contento, vive bien, trabaja su
dinero. Pero si aceptó formar parte del mundo y hacer cosas, no tiene derecho a
estar tan tranquilo con su “cabezudo”.
Siempre dibujó en la casa de su padre carpintero, ayudándolo
con su habilidad artesanal. Solari tenía una voz baja y agradable. Lentamente
fue contando la historia de su romántico origen. Cómo las tribus de indios
pacíficos, chanás, guanás, tapes, minuanos, poblaron el interior del Uruguay y
de ellos quedan muchos descendientes, entre quienes estaban sus abuelos
maternos, oriundos de Cuchilla Navarro, en Río Negro.
-A este noble origen habrá que remontarse también para poder
explicar la mezcla de lo religioso con la superstición, de la vida con la
muerte, la realidad con la fábula, el color con el terror, que se desprende de
cada escena de su pintura...
-Yo soy el resultado de un montón de cosas, de intuición
pura, de lo que Dios me dio.
-¿Cuándo empezó a pintar los “cabezudos”?
-En el 48, cuando hice “El Carnaval de la vida”. Me gustaba
leer novelas policiales... Intenté hacer historietas de humor, pero sin éxito
en este género. Había leído algo sobre la Edad Media que fue para mi una
preocupación: que los pintores eran ministros del Verbo, que mostraban los
misterios de la religión. Cuando se decía que la pintura no tenía nada que ver
con la literatura, yo me decidí a empezar a hacer una pintura con contexto
literario y con connotaciones morales. Quería ser ministro del nuevo Verbo, con
un lenguaje contemporáneo. Pero lo que importa de eso es que yo acepté entonces
como punto de partida un texto literario. Primero la idea y después la imagen
que la represente.
A la fábula, recién le presté atención cuando me comprometí
con el Taller de Pascual Fort de Barcelona para hacer grabados que ilustren
veinte fábulas de Esopo. Se harán con esta serie 100 ejemplares en español y 50
en inglés.
Solari se casó en el año 1944, cuando tenía 25 años, con
Nora d’Agosto, su compañera de todos los viajes, de recorridas por los museos
del mundo, dueña de una memoria prodigiosa que la convertía en el fichero de
datos y fechas que lo sacaba de apuros en todo momento. Tuvieron dos hijas,
Nora Cristina y Silvia Raquel. En familia, se hablaba de pintura, se vivía para
ella y por ella.
-¿Cree usted que se pueda hablar de una crisis general del
arte?
-Se puede llegar a ese convencimiento, porque después que
los movimientos modernos se hacen académicos y pierden vigencia y se
desvitalizan, hay un período de crisis hasta que maduran obras, hasta que surja
uno tan importante como el anterior. Hay una búsqueda en la que se paga tributo
a la falta de madurez. Sí, hay un alto porcentaje de búsqueda desesperada en las
generaciones jóvenes, un poco impacientes en su trabajo por encontrar caminos
que justifiquen su hacer y su vida.
Dos meses antes, Solari había expuesto, en junio de 1977, en
la Genesis Gallery de New York, junto con los sudamericanos Mele (Argentina),
Nemesio Antúnez (Chile) y Ayoroa (Cuba).
-¿Se puede hablar de arte sudamericano en general?
-Si se selecciona, se encuentra un alto nivel que siempre lo
hubo. Había nombres como Torres García, Figari, Portinari, Segal. Pero
finalmente se ha llegado a percibir lo que el sudamericano aporta de inédito a
la obra de arte en cuanto a la forma de pintar. Nosotros sentimos la pintura de
una manera más intensa porque nos tomamos el tiempo preciso para
profesionalizarnos y llegar a ser un clásico. En los países muy desarrollados
ya se nace con mucha técnica y con una idea muy clara del camino que se ha de
tomar, de manera que 5 años bastan para llegar a ser un académico. Hay artistas
extranjeros que se levantan y caen con mucha rapidez. También en la medida en
que uno se profesionaliza pierde en valores sensibles, hay otro control del
subconsciente, un predominio del intelecto, la preocupación de la técnica,
cualidad exigida: hay que pintar bien para tener un buen mercado.
Solari habla franca, pausada y fácilmente. Paso a paso ha
trabajado su éxito. Domina su oficio. Sus grabados y pinturas están en los
principales museos del mundo: Metropolitan y Museo de Arte Moderno de New York;
Smithsonian y Library of Congress de Washington; Cincinatti en Ohio; San
Francisco; Brooklyn Museum, principal centro de arte precolombino de enseñanza
de artes plásticas y derivados, tales como dibujo industrial y para teatro.
-Para usted, ¿es importante tener una buena técnica?
-Algunos movimientos modernos y maestros contemporáneos fueron
aficionados técnicamente, pero no así los clásicos del pasado. Una de las
características de los sudamericanos es la preocupación mayor por el encuentro
de la idea que por la técnica. El público culto se sentirá atraído por una obra
que además de ser una buena pintura esté bien pintada. A mí me apasiona ver la
buena técnica!..
(El original de esta entrevista fue publicado en Mundocolor
el 24 de agosto de 1977)
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