Los
artistas de Carrasco pintaron un Via Crucis en el patio de San José de la
Montaña
LAS OBRAS DE LOS FIELES DAN SENTIDO A LA
PRACTICA DE LA FE EN LA IGLESIA
Confirman la presencia de Dios en la vida de los
hombres estas palabras de Jesús: “Los
llamo mis amigos, porque les he dado a conocer todo lo que mi Padre me ha
dicho. Ustedes no me escogieron a mí, sino que yo los he escogido a ustedes y
les he encargado que vayan y den mucho fruto, y que ese fruto permanezca. Así
el Padre les dará todo lo que le pidan
en mi nombre. Esto, pues, es lo que les mando: Que se amen unos a otros”.
(Evangelio de San Juan 15 – 11 a 17).
Así como en la Edad Media la construcción de las
catedrales fue motivo de reunión de los fieles, aportando cada uno según su
oficio en obras que se iniciaron en el siglo XII, pero cuya construcción se fue
completando y reformando hasta la actualidad, en la Iglesia de hoy las obras de
los fieles, sus oficios, profesiones y compromisos de la vida personal, reunidos
en ofrenda, son lo que da sentido a la práctica de la Fe.
Con
tal espíritu, los artistas del barrio de Carrasco fueron convocados por los
Padres Carmelitas de San José de la Montaña en la calle Cooper, para dejar sus colores en los muros del patio
contiguo a la iglesia. Pintaron el Via Crucis en quince murales y una obra de
Ignacio de Iturria evoca a San José con Jesús en el taller de carpintería. Con su impronta, los artistas marcaron las
etapas del camino de Jesús, desde su entrega en el Monte de los Olivos hasta su
gloriosa resurrección. Su inspiración, la pasión puesta en la creación y
ejecución de estos trabajos son surco abierto de la modernidad que
expresa, hoy como ayer, fe y
esperanza, siguiendo la huella de aquel
surco de sufrimiento que llevó a Jesús del Via
Crucis al cumplimiento de su promesa de Vida
y Luz Eterna.
Ignacio de Iturria impacta con San José y
Jesús en el taller; sus manazas construyen, sostienen y el pintor se poya en
este detalle para afirmar profunda filosofía de solidaridad y caridad que se
expresa en la modernidad por el estar presente, comprometerse con las
situaciones, jugarse. No falta como en casi ninguna de las obras de este
artista el símbolo de ternura, en este caso en el burrito o caballito gris, que
los llevó a Belén, o el que trajo a Jesús triunfante a Jerusalén, el mundo
animal de la creación allí representado, como el trabajo y la mirada fija hacia
adelante, para continuar. Composición, color, tono, decir que hay brillo en
esos blancos, grises, negros y marrones, es recordar apenas al maestro de la
expresión de las cosas más sencillas, buscando siempre la trascendencia.
El Via Crucis comienza a la entrada del
patio con una oración en el huerto de los olivos, pintura expresionista de
Odile Caubarrere, que no teme a la letra y escribe “Padre aparta de mi ese
cáliz pero que se haga tu voluntad y no la mía”. Un pensamiento fundamental que
la pintora rescata para dar desde el inicio del recorrido la pena y la actitud
de Jesús ante la misión que debe cumplir. Simplifica las formas, adapta el árbol
al cuerpo de Jesús, quien está de espaldas al espectador, sumido en oración,
presente pero distante. El sol naciente es una nota importante de color, es una
alusión a la esperanza en la noche del sufrimiento, el cuadro destila
sufrimiento, soledad; pero no temor, sino paz.
La abstracción total de Gustavo Vázquez es
pintura centrada en Jerusalén. Las texturas, los atisbos de rojo en la cruz de
pasión, transmiten hasta en la materia que cubre el soporte del mural, que
sufre, se deteriora, todo se distorsiona ante lo que cambió la historia, ante
la mayor injusticia y el artista sólo puede estampar claramente la cruz, el
número XII en romanos, 33 años que serían y dice después de Cristo. Es
realmente pintura, interpretación abstracta de toda la historia del mundo, de
la muerte de Jesús como centro del
tiempo, del error y de la incomprensión propia de los hombres.
Elba Bartaloutsi utiliza la figuración para
simbolizar, en la situación que vive Jesús ante el Poder, la más desnuda
indefensión, el mayor silencio delante de quienes se creían señores y dueño de
la ley, al extremo de no plantearse ni la duda para condenar a un inocente,
mudo con la dignidad del Dios que era. La composición es impecable y todo se
entona en el temor que produce la injusticia.
Giselle Weill representa al Taller de
Myriam Núñez y compone un mural de estilo oriental, que transporta al
contemplador al tiempo y al lugar de la acción. El camino de Jesús hacia la
cruz está empezando y se siente el asombro en quienes lo rodean: hay más consternación
que crueldad en esta escena inundada por una luz que viene de atrás de las
figuras, son colores iluminados y ese brillo contenido del color actúa como
signo de interrogación sobre lo que habrá de continuar.
Philip Davies moderniza la escena. Rompe el
cielo con el drama que sufre la tierra, llena de cruces, de cruces orientales,
el espacio donde hay una cruz en la que será Jesús crucificado. Jesús tiene la
corona de espinas y Pilatos parece estar preguntando lo que le permitirá no
comprometerse en su condena. Todo rojo, todo negro, la catástrofe empieza, es
un mural que traduce la historia a los términos de una escenografía, teatraliza
la historia evangélica que fue realmente dramática en los términos de su
realidad, porque … por qué Pilatos entregaba a quien habría podido salvar?
Rodrigo Zorrilla convierte el sentimiento
de Jesús y de sus amigos de todos los tiempos en una pintura de este tiempo.
Prima el amarillo en un espacio en el que el color gotea como si escribiera las
instancias de la Pasión de Jesús. Está la cara de Jesús con sus ojos cerrados
al mundo y a toda la gente que lo hace sufrir, coronado de espinas. Es color
que se derrama sobre el dolor. Recuerda las pinturas de los expresionistas
abstractos norteamericanos, el biombo de Carlos Federico Sáez y sus fondos de
obras recorridos por pinceladas libres; la escritura de color “all over” que
tanta fama le dio a Jackson Pollock y que en este muro de Zorrilla resulta la
letra más original y adecuada para escribir el sufrimiento de quien ya ha
despegado de la realidad, porque no la puede soportar.
Diego Krôeger realiza la proeza de olvidar
su estilo habitual de barcos y naturaleza que hacen soñar y fundirse en una
idealización atrapante. Krôeger deja de
lado lo anecdótico del camino del Señor hacia la cruz. Abstrae para encontrar
lo esencial. Jesús está allí, inerte,
ausente ya, pero es una multitud de manos que se retuercen representando el
sufrimiento: el del ajusticiado que cae y la culpa, la culpa que sufren todos
los hombres de todos los tiempos,
clavada en el alma del mundo; y esas manos recibirán ese cuerpo muerto y
sepultado, todas las manos confluyen en él, que se va hundiendo más y más en la
tierra.
Federico Armas representa la VIII estación
del Via Crucis, cuando llaman a un hombre para que ayude a llevar la cruz. Dice “2010 el Cireneo”. Lo ayuda. Arquitecto
de profesión el artista crea una cruz arquitectónica, aparentemente hecha de
cemento, de hierro; hay en este mural
tanta geometría como plasticidad; es sombrío, con ciertas notas de color
ubicadas con sentido del equilibrio, a pesar de lo cual consigue comunicar el
sufrimiento que la escena describe. En esta distancia que toma el artista con
el relato histórico está el grado de abstracción que enriquece su obra como
pintura.
Miriam Muxi
pinta con la belleza del color oriental, los densos planos colocados
según sabios contrastes, al punto de
trasmitir serenidad en una escena de Jesús con la cruz a cuestas. Muxi comunica la aceptación de María, al lado
de Jesús; puede no haber sido así, tan grande era la multitud, pero la realidad
es que María estuvo todo el camino junto a Jesús, así lo sentía ella y así lo
sentía sin duda Jesús. La pintura de
Miriam estiliza el dolor aceptado, el deber asumido con un color deslumbrante
que no descarta las cruces del sufrimiento pues están presentes con toda su
crudeza en un ángulo derecho: lejos, eso sí, porque prima en la obra el sentido
de ese sufrimiento.
Adolfo Sayago sorprende, conmueve,
desconcierta al espectador con su capacidad de imaginación, con el poder de un
artista para desprenderse hasta de sí mismo y responder al reto de la creación.
Sayago compone un collage con pequeños palitos colocados como huesos en el
cuerpo del crucificado. Esta superposición del material se adelanta, obliga al
contemplador a sentir el dolor punzante de cada uno de esos huesos
representados; otros dos hombres están
crucificados junto a él, en su misma situación. Sin embargo, son los brazos de
Jesús los que se sienten abrazando a toda la humanidad, sin salirse del
escenario donde todavía lo tienen clavado.
Agó Páez pinta la promesa que Jesús le hace
al buen ladrón. Su mural está hecho a la manera de un mosaico con los colores
que son propios de Agó, colores claros, traslúcidos, limpios, con un sentido de
lo angelical que la artista tiene naturalmente en sí misma y que por lo tanto
sabe como nadie trasmitir. Hay mucho heredado de su padre en esta
condición. Pinta el sol de la vida
porque Cristo aunque muerto vive y está rodeado de ángeles, aunque hayan querido envolverlo los demonios.
Pinta la paz que esa redención entregó a todos los tiempos y así la entrega
dentro de un círculo que tal vez representa el infinito, es el tiempo y el no
tiempo que envuelve a todos los hombres destinados a vivir y seguir viviendo.
Soledad García simboliza el momento en que
la Virgen y San Juan son figura de la filiación divina de todos los hombres.
Jesús dio la vida por todos, todos son sus hermanos, todos hijos de su Madre.
La pintura de muy buen oficio presenta veladuras, hay colores que aluden a la
esperanza; impresiona la pintura de la Virgen y cómo la artista ha sabido
someterse al tema propuesto y convertirlo en un canto de esperanza.
Victoria Rodríguez ha pintado la muerte de
Jesús. No podría tener atenuantes. Es el desenlace del camino que el
contemplador ha seguido, conducido de la realidad a la oración confiada. Ese
espíritu se mantiene en la obra de Victoria, más allá de la muerte pintada.
Jesús está rodeado de sus ángeles. El tono de este mural lleva al contemplador
a pensar que tal vez aunque se sintió Cristo totalmente abandonado y así lo
dijo en la cruz, hubo un instante en el que esos ángeles lo estaban recibiendo
y tuvo por fin la paz del Reino que anunció, cuando sólo pocos creyeron en El
en aquel tiempo. El mural de victoria Rodríguez es dramático, sombrío, trágico,
realista.
La
“Pieta” pintada por Alicia Bauer conmueve por sus formas, simples, serenas,
bien delineadas, estáticas; hay montañas de fieles que parecen hombres, los
que vendrán y los que fueron; algunos están debajo de la cruz. Pintura plana que remite a los primitivos
italianos, en la que apenas el tamaño de
las imágenes va dando la distancia del monte, no hay perspectiva. La Virgen con
el hijo en brazos, sin amargura, ya no hay sufrimiento; San Juan le da la mano;
Pedro está a sus pies; otras manos se
abren como cálices y hay ojos asombrados, la aceptación pintada en los rostros.
El mundo ha quedado glorificado con esta muerte inocente y todos los lienzos
que revestían al muerto están tirados por el suelo. Ya no son necesarios. Jesús
vive.
Teresita Crespi es muralista experimentada. Técnica y tamaño parte de su
probado oficio. Aires legendarios rodean al
Señor bajando del árbol de la vida con los racimos de uva, imagen que
remite al primer milagro que convierte el agua en vino durante un casamiento.
Jesús se acerca al contemplador: bendiciendo.
Cumplió su destino. Sabía que no
sería comprendido. De aquel camino sólo queda el símbolo de una cruz, en la
parte superior. Los ángeles y los hombres están a los pies de Jesús. La
realidad ha vuelto a ubicarse en el lugar que corresponde. Fineza de color
característica de Crespi. Y la Gracia del Señor que se derrama por el tronco
del árbol de la vida, creado por Dios en algún momento del tiempo que no
conocemos, y que habrá de continuar aunque no sepamos cómo.
LA
NUEVA JERUSALEN
También con la participación de artistas y
artesanos se construyó la arquitectura de la luz, se levantaron las catedrales
góticas que fueron diferenciándose del románico de paredes macizas y de menor
altura, en la medida en que ciudad y campo también se distanciaban, al fin de
las grandes invasiones provenientes del norte de Europa.
Suger, abate de Saint Denis, necrópolis de los
reyes de París, está en el origen de esa evolución arquitectural, cuando en
1130 emprendió la refacción de la abadía a su cargo y mandó reconstruir el coro
en 1140, según los principios de la naciente arquitectura ojival. El maestro de
obras debió dominar las posibilidades de la bóveda de ojivas, canalizar los
empujes, suprimir el muro entre los soportes y perforando inmensos vanos hacia
el exterior, permitir que la iglesia se inundara de luz a través de vidrieras de colores
restallantes. Suger dejó escrito su
programa técnico e iconográfico en “De Administratione” y desde la Edad Media
hasta la actualidad los métodos de fabricación han cambiado poco, exigiendo
mano de obra numerosa para un trabajo de largo aliento. Una de aquellas
vidrieras fue regalada por Suger a Maurice de Sully, obispo de París,
edificador de la catedral de Notre Dame, antes de su muerte en 1151.
En el Apocalipsis de San Juan esta la
inspiración y el móvil para que los habitantes de cada pueblo de Francia se unieran y entregaran su oficio para construir
las catedrales. Catedrales que simbolizarían a la Nueva Jerusalén, gran
esperanza de la cristiandad. En sus
vitrales se cuenta la historia sagrada,
convirtiendo piedras y vidrios en plegarias, de una espiritualidad e iluminada
belleza que el tiempo de siglos no ha podido empalidecer. En el advenimiento de
la Nueva Jersualén, toda blanca y luz, veían el símbolo del cumplimiento de las
promesas de Luz y Vida Eterna, en la Palabra de Dios que San Juan, inspirado,
escribió en El Apocalipsis. Dice así en algunos de sus paajes:
“Vino
uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete últimas
calamidades, y me dijo: Ven que te voy a enseñar a la novia, la esposa del
Cordero. Y en la visión que me hizo ver el Espíritu, el ángel me llevó a un
monte grande y alto, y me mostró la gran ciudad santa de Jerusalén que bajaba
del cielo, de la presencia de Dios…No vi ningún santuario en la ciudad, porque
el Señor, el Dios todopoderoso, es su santuario, y también el Cordero. La
ciudad no necesita ni sol ni luna que la alumbren, porque la alumbra el
resplandor de Dios y su lámpara es el Cordero. Las naciones caminarán a la luz
de la ciudad y los reyes del mundo le entregarán sus riquezas. Sus puertas no
se cerrarán de día, y en ella no habrá noche. Le entregarán las riquezas y el
esplendor de las naciones; pero nunca entrará nada impuro, ni nadie que haga
cosas odiosas o engañosas. Solamente entrarán los que tienen su nombre escrito
en el libro de la vida del Cordero. El señor me mostró un río limpio de agua de
vida. Era claro como el cristal, ya salía del trono de Dios y del Cordero. En
medio de la calle principal de la ciudad y a cada lado del río, crecía el árbol
de la vida, que da fruto cada mes, es decir, dos veces al año; y las hojas del
árbol sirven para sanar a las naciones. Ya no habrá allí nada puesto bajo
maldición. El trono de Dios y del Cordero estará en la ciudad, y sus siervos lo
adorarán. Lo verán cara a cara, y llevarán su nombre en la frente. Allí no
habrá noche, y los que allí vivan no necesitarán luz de lámpara ni luz del sol,
porque Dios el Señor les dará su luz y ellos reinarán por todos los siglos…Yo,
Juan, vi y oí estas cosas. Y después de verlas y oírlas, me arrodillo a los
pies del ángel que me las había mostrado, para adorarlo. Pero él me dijo: No hagas eso, pues yo soy siervo
de Dios, lo mismo que tú y que tus hermanos los profetas y que todos los que
hacen caso de lo que está escrito en este libo. Adora a Dios”. (El Apocalipsis,
21_22, La nueva Jerusalén).
Este lenguaje de símbolos fue necesario
para la comunicación de los fieles cristianos que el Imperio Romano perseguía y
a quienes se dirigía un mensaje de fe y de esperanza que los mantuviera firmes
en su creencia en Jesucristo. En la Escuela Catedral de los pueblos, los
clérigos se inician a una nueva cultura que se relaciona con el pensamiento de
los filósofos griegos. La palabra “iglesia” viene del griego “eclaesia” y
quiere decir reunión de fieles, creyentes en la misma fe, no se refiere al
edificio, sino al grupo humano que se forma para sostenerse mutuamente en lo
que creen. Un folleto de la catedral de Notre Dame de París cita a San Anselmo
de Cantorbery quien dijo “la fe busca la
compensión”, al fundamentar que la Iglesia no teme a esa exigencia del
espíritu humano, pues San Juan afirmó “Dios es luz”, “el Criso es la luz veradera”
y es “luz del mundo”. Entonces el rol de los arquitectos comenzó a ser
el de dejar pasar esa luz por los vanos de la construcción. Y los fieles, creyentes, se unieron en el esfuerzo
de dar sentido religioso a los vidrios, creando vidrieras con la historia de la
fe tomando escenas del Antiguo y del Nuevo Testamento.
En las catedrales de Notre Dame y de
Chartres (siglos XII y XIII Francia), varias reformas sufridas en el correr de
siglos posteriores, por causa de incendios o deterioro, no apagan los fuegos de
aquellos artistas y artesanos del inicio de su construcción, ni el misticismo y el recogimiento que sus
dimensiones, imágenes y luces produce en
el alma de quien ora, contempla y recorre sus naves, altares y rosetones. En el
rosetón sur de Notre Dame de París, hay dieciséis profetas representados, entre
ellos y al centro están Isaías, Ezequiel y Daniel, llevando en sus espaldas a
los evangelistas Mateo, Lucas, Juan y Marcos; los que también aparecen en el
crucero sur de la Catedral de Chartres; imágenes que vienen al caso al recordar
las palabras del Obispo Beltrán de Chartres, en el siglo XIII, al referirse a
la relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento: “Somos como enanos en las espaldas de gigantes, de tal manera que
percibimos mucho más cosas que ellos, no porque nuestra vista sea más aguda o
nuestra estatura más alta, sino porque nos llevan y alzan, gracias a su tamaño
gigantesco”.
Artistas y artesanos, gigantes del
sentimiento y de la expresión, valientes para someterse a las miradas del
presente y del futuro, surgen en Carrasco, en 2010, con la misma actitud de
entrega, alegría, esperanza, dedicación a su oficio, concentración en la idea.
Hoy como ayer reúnen y animan a los fieles en la misma fe, con la luz de sus
pinceladas, la fuerza de sus gestos, la sorpresa de la realidad espiritual
que provoca una pintura. Las obras de considerable tamaño que cubren las
paredes al costado y detrás de la iglesia de San José de la Montaña, han
cambiado ese patio, son un motivo más para permanecer en una aventura humana
que continúa y que Dios conoce y protege al detalle.
Elisa Roubaud
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