sábado, 13 de julio de 2019

VIA CRUCIS SAN JOSE DE LA MONTAÑA


Los artistas de Carrasco pintaron un Via Crucis en el patio de San José de la Montaña
LAS OBRAS DE LOS FIELES DAN SENTIDO A LA PRACTICA DE LA FE EN LA IGLESIA
Confirman la presencia de Dios en la vida de los hombres  estas palabras de Jesús: “Los llamo mis amigos, porque les he dado a conocer todo lo que mi Padre me ha dicho. Ustedes no me escogieron a mí, sino que yo los he escogido a ustedes y les he encargado que vayan y den mucho fruto, y que ese fruto permanezca. Así el Padre les dará  todo lo que le pidan en mi nombre. Esto, pues, es lo que les mando: Que se amen unos a otros”. (Evangelio de San Juan 15 – 11 a 17).
Así  como en la Edad Media la construcción de las catedrales fue motivo de reunión de los fieles, aportando cada uno según su oficio en obras que se iniciaron en el siglo XII, pero cuya construcción se fue completando y reformando hasta la actualidad, en la Iglesia de hoy las obras de los fieles, sus oficios, profesiones y compromisos de la vida personal, reunidos en ofrenda, son lo que da sentido a la práctica de la Fe.
 Con tal espíritu, los artistas del barrio de Carrasco fueron convocados por los Padres Carmelitas de San José de la Montaña en la calle Cooper,  para dejar sus colores en los muros del patio contiguo a la iglesia. Pintaron el Via Crucis en quince murales y una obra de Ignacio de Iturria evoca a San José con Jesús en el taller de carpintería.  Con su impronta, los artistas marcaron las etapas del camino de Jesús, desde su entrega en el Monte de los Olivos hasta su gloriosa resurrección. Su inspiración, la pasión puesta en la creación y ejecución de estos  trabajos  son surco abierto de la modernidad que expresa,  hoy como ayer,   fe y esperanza, siguiendo la  huella de aquel surco de sufrimiento  que llevó a Jesús  del  Via Crucis  al cumplimiento de su promesa de Vida y Luz Eterna.
Ignacio de Iturria impacta con San José y Jesús en el taller; sus manazas construyen, sostienen y el pintor se poya en este detalle para afirmar profunda filosofía de solidaridad y caridad que se expresa en la modernidad por el estar presente, comprometerse con las situaciones, jugarse. No falta como en casi ninguna de las obras de este artista el símbolo de ternura, en este caso en el burrito o caballito gris, que los llevó a Belén, o el que trajo a Jesús triunfante a Jerusalén, el mundo animal de la creación allí representado, como el trabajo y la mirada fija hacia adelante, para continuar. Composición, color, tono, decir que hay brillo en esos blancos, grises, negros y marrones, es recordar apenas al maestro de la expresión de las cosas más sencillas, buscando siempre la trascendencia.
El Via Crucis comienza a la entrada del patio con una oración en el huerto de los olivos, pintura expresionista de Odile Caubarrere, que no teme a la letra y escribe “Padre aparta de mi ese cáliz pero que se haga tu voluntad y no la mía”. Un pensamiento fundamental que la pintora rescata para dar desde el inicio del recorrido la pena y la actitud de Jesús ante la misión que debe cumplir. Simplifica las formas, adapta el árbol al cuerpo de Jesús, quien está de espaldas al espectador, sumido en oración, presente pero distante. El sol naciente es una nota importante de color, es una alusión a la esperanza en la noche del sufrimiento, el cuadro destila sufrimiento, soledad; pero no temor, sino paz.
La abstracción total de Gustavo Vázquez es pintura centrada en Jerusalén. Las texturas, los atisbos de rojo en la cruz de pasión, transmiten hasta en la materia que cubre el soporte del mural, que sufre, se deteriora, todo se distorsiona ante lo que cambió la historia, ante la mayor injusticia y el artista sólo puede estampar claramente la cruz, el número XII en romanos, 33 años que serían y dice después de Cristo. Es realmente pintura, interpretación abstracta de toda la historia del mundo, de la muerte de Jesús  como centro del tiempo, del error y de la incomprensión propia de los hombres.
Elba Bartaloutsi utiliza la figuración para simbolizar, en la situación que vive Jesús ante el Poder, la más desnuda indefensión, el mayor silencio delante de quienes se creían señores y dueño de la ley, al extremo de no plantearse ni la duda para condenar a un inocente, mudo con la dignidad del Dios que era. La composición es impecable y todo se entona en el temor que produce la injusticia.
Giselle Weill representa al Taller de Myriam Núñez y compone un mural de estilo oriental, que transporta al contemplador al tiempo y al lugar de la acción. El camino de Jesús hacia la cruz está empezando y se siente el asombro en quienes lo rodean: hay más consternación que crueldad en esta escena inundada por una luz que viene de atrás de las figuras, son colores iluminados y ese brillo contenido del color actúa como signo de interrogación sobre lo que habrá de continuar.
Philip Davies moderniza la escena. Rompe el cielo con el drama que sufre la tierra, llena de cruces, de cruces orientales, el espacio donde hay una cruz en la que será Jesús crucificado. Jesús tiene la corona de espinas y Pilatos parece estar preguntando lo que le permitirá no comprometerse en su condena. Todo rojo, todo negro, la catástrofe empieza, es un mural que traduce la historia a los términos de una escenografía, teatraliza la historia evangélica que fue realmente dramática en los términos de su realidad, porque … por qué Pilatos entregaba a quien habría podido salvar?
Rodrigo Zorrilla convierte el sentimiento de Jesús y de sus amigos de todos los tiempos en una pintura de este tiempo. Prima el amarillo en un espacio en el que el color gotea como si escribiera las instancias de la Pasión de Jesús. Está la cara de Jesús con sus ojos cerrados al mundo y a toda la gente que lo hace sufrir, coronado de espinas. Es color que se derrama sobre el dolor. Recuerda las pinturas de los expresionistas abstractos norteamericanos, el biombo de Carlos Federico Sáez y sus fondos de obras recorridos por pinceladas libres; la escritura de color “all over” que tanta fama le dio a Jackson Pollock y que en este muro de Zorrilla resulta la letra más original y adecuada para escribir el sufrimiento de quien ya ha despegado de la realidad, porque no la puede soportar.
Diego Krôeger realiza la proeza de olvidar su estilo habitual de barcos y naturaleza que hacen soñar y fundirse en una idealización  atrapante. Krôeger deja de lado lo anecdótico del camino del Señor hacia la cruz. Abstrae para encontrar lo esencial.  Jesús está allí, inerte, ausente ya, pero es una multitud de manos que se retuercen representando el sufrimiento: el del ajusticiado que cae y la culpa, la culpa que sufren todos los  hombres de todos los tiempos, clavada en el alma del mundo; y esas manos recibirán ese cuerpo muerto y sepultado, todas las manos confluyen en él, que se va hundiendo más y más en la tierra.
Federico Armas representa la VIII estación del Via Crucis, cuando llaman a un hombre para que ayude a llevar la cruz.  Dice “2010 el Cireneo”. Lo ayuda. Arquitecto de profesión el artista crea una cruz arquitectónica, aparentemente hecha de cemento, de hierro;  hay en este mural tanta  geometría como plasticidad;  es sombrío, con ciertas notas de color ubicadas con sentido del equilibrio, a pesar de lo cual consigue comunicar el sufrimiento que la escena describe. En esta distancia que toma el artista con el relato histórico está el grado de abstracción que enriquece su obra como pintura.
Miriam Muxi  pinta con la belleza del color oriental, los densos planos colocados según  sabios contrastes, al punto de trasmitir serenidad en una escena de Jesús con la cruz a cuestas.  Muxi comunica la aceptación de María, al lado de Jesús; puede no haber sido así, tan grande era la multitud, pero la realidad es que María estuvo todo el camino junto a Jesús, así lo sentía ella y así lo sentía sin duda Jesús.  La pintura de Miriam estiliza el dolor aceptado, el deber asumido con un color deslumbrante que no descarta las cruces del sufrimiento pues están presentes con toda su crudeza en un ángulo derecho: lejos, eso sí, porque prima en la obra el sentido de ese sufrimiento.
Adolfo Sayago sorprende, conmueve, desconcierta al espectador con su capacidad de imaginación, con el poder de un artista para desprenderse hasta de sí mismo y responder al reto de la creación. Sayago compone un collage con pequeños palitos colocados como huesos en el cuerpo del crucificado. Esta superposición del material se adelanta, obliga al contemplador a sentir el dolor punzante de cada uno de esos huesos representados;  otros dos hombres están crucificados junto a él, en su misma situación. Sin embargo, son los brazos de Jesús los que se sienten abrazando a toda la humanidad, sin salirse del escenario donde todavía lo tienen clavado.
Agó Páez pinta la promesa que Jesús le hace al buen ladrón. Su mural está hecho a la manera de un mosaico con los colores que son propios de Agó, colores claros, traslúcidos, limpios, con un sentido de lo angelical que la artista tiene naturalmente en sí misma y que por lo tanto sabe como nadie trasmitir. Hay mucho heredado de su padre en esta condición.  Pinta el sol de la vida porque Cristo aunque muerto vive y está rodeado de ángeles,  aunque hayan querido envolverlo los demonios. Pinta la paz que esa redención entregó a todos los tiempos y así la entrega dentro de un círculo que tal vez representa el infinito, es el tiempo y el no tiempo que  envuelve a todos los hombres  destinados a vivir y seguir viviendo.
Soledad García simboliza el momento en que la Virgen y San Juan son figura de la filiación divina de todos los hombres. Jesús dio la vida por todos, todos son sus hermanos, todos hijos de su Madre. La pintura de muy buen oficio presenta veladuras, hay colores que aluden a la esperanza; impresiona la pintura de la Virgen y cómo la artista ha sabido someterse al tema propuesto y convertirlo en un canto de esperanza.
Victoria Rodríguez ha pintado la muerte de Jesús. No podría tener atenuantes. Es el desenlace del camino que el contemplador ha seguido, conducido de la realidad a la oración confiada. Ese espíritu se mantiene en la obra de Victoria, más allá de la muerte pintada. Jesús está rodeado de sus ángeles. El tono de este mural lleva al contemplador a pensar que tal vez aunque se sintió Cristo totalmente abandonado y así lo dijo en la cruz, hubo un instante en el que esos ángeles lo estaban recibiendo y tuvo por fin la paz del Reino que anunció, cuando sólo pocos creyeron en El en aquel tiempo. El mural de victoria Rodríguez es dramático, sombrío, trágico, realista.
 La “Pieta” pintada por Alicia Bauer conmueve por sus formas, simples, serenas, bien delineadas, estáticas;  hay  montañas de fieles que parecen hombres, los que vendrán y los que fueron; algunos están debajo de la cruz.  Pintura plana que remite a los primitivos italianos,  en la que apenas el tamaño de las imágenes va dando la distancia del monte, no hay perspectiva. La Virgen con el hijo en brazos, sin amargura, ya no hay sufrimiento; San Juan le da la mano; Pedro  está a sus pies; otras manos se abren como cálices y hay ojos asombrados, la aceptación pintada en los rostros. El mundo ha quedado glorificado con esta muerte inocente y todos los lienzos que revestían al muerto están tirados por el suelo. Ya no son necesarios. Jesús vive.
Teresita Crespi es muralista  experimentada. Técnica y tamaño parte de su probado oficio. Aires legendarios rodean al  Señor bajando del árbol de la vida con los racimos de uva, imagen que remite al primer milagro que convierte el agua en vino durante un casamiento. Jesús se acerca al contemplador: bendiciendo.  Cumplió su destino. Sabía  que no sería comprendido. De aquel camino sólo queda el símbolo de una cruz, en la parte superior. Los ángeles y los hombres están a los pies de Jesús. La realidad ha vuelto a ubicarse en el lugar que corresponde. Fineza de color característica de Crespi. Y la Gracia del Señor que se derrama por el tronco del árbol de la vida, creado por Dios en algún momento del tiempo que no conocemos, y que habrá de continuar aunque no sepamos cómo.
LA NUEVA JERUSALEN
También con la participación de artistas y artesanos se construyó la arquitectura de la luz, se levantaron las catedrales góticas que fueron diferenciándose del románico de paredes macizas y de menor altura, en la medida en que ciudad y campo también se distanciaban, al fin de las grandes invasiones provenientes del norte de Europa.
 Suger, abate de Saint Denis, necrópolis de los reyes de París, está en el origen de esa evolución arquitectural, cuando en 1130 emprendió la refacción de la abadía a su cargo y mandó reconstruir el coro en 1140, según los principios de la naciente arquitectura ojival. El maestro de obras debió dominar las posibilidades de la bóveda de ojivas, canalizar los empujes, suprimir el muro entre los soportes y perforando inmensos vanos hacia el exterior, permitir que la iglesia se inundara  de luz a través de vidrieras de colores restallantes.  Suger dejó escrito su programa técnico e iconográfico en “De Administratione” y desde la Edad Media hasta la actualidad los métodos de fabricación han cambiado poco, exigiendo mano de obra numerosa para un trabajo de largo aliento. Una de aquellas vidrieras fue regalada por Suger a Maurice de Sully, obispo de París, edificador de la catedral de Notre Dame, antes de su muerte en 1151. 
En el Apocalipsis de San Juan esta la inspiración y el móvil para que los habitantes de cada pueblo de Francia  se unieran y entregaran su oficio para construir las catedrales. Catedrales que simbolizarían a la Nueva Jerusalén, gran esperanza de la cristiandad.  En sus vitrales se cuenta  la historia sagrada, convirtiendo piedras y vidrios en plegarias, de una espiritualidad e iluminada belleza que el tiempo de siglos no ha podido empalidecer. En el advenimiento de la Nueva Jersualén, toda blanca y luz, veían el símbolo del cumplimiento de las promesas de Luz y Vida Eterna, en la Palabra de Dios que San Juan, inspirado, escribió en El Apocalipsis. Dice así en algunos de sus paajes:
“Vino uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete últimas calamidades, y me dijo: Ven que te voy a enseñar a la novia, la esposa del Cordero. Y en la visión que me hizo ver el Espíritu, el ángel me llevó a un monte grande y alto, y me mostró la gran ciudad santa de Jerusalén que bajaba del cielo, de la presencia de Dios…No vi ningún santuario en la ciudad, porque el Señor, el Dios todopoderoso, es su santuario, y también el Cordero. La ciudad no necesita ni sol ni luna que la alumbren, porque la alumbra el resplandor de Dios y su lámpara es el Cordero. Las naciones caminarán a la luz de la ciudad y los reyes del mundo le entregarán sus riquezas. Sus puertas no se cerrarán de día,  y en ella no  habrá noche. Le entregarán las riquezas y el esplendor de las naciones; pero nunca entrará nada impuro, ni nadie que haga cosas odiosas o engañosas. Solamente entrarán los que tienen su nombre escrito en el libro de la vida del Cordero. El señor me mostró un río limpio de agua de vida. Era claro como el cristal, ya salía del trono de Dios y del Cordero. En medio de la calle principal de la ciudad y a cada lado del río, crecía el árbol de la vida, que da fruto cada mes, es decir, dos veces al año; y las hojas del árbol sirven para sanar a las naciones. Ya no habrá allí nada puesto bajo maldición. El trono de Dios y del Cordero estará en la ciudad, y sus siervos lo adorarán. Lo verán cara a cara, y llevarán su nombre en la frente. Allí no habrá noche, y los que allí vivan no necesitarán luz de lámpara ni luz del sol, porque Dios el Señor les dará su luz y ellos reinarán por todos los siglos…Yo, Juan, vi y oí estas cosas. Y después de verlas y oírlas, me arrodillo a los pies del ángel que me las había mostrado, para adorarlo. Pero  él me dijo: No hagas eso, pues yo soy siervo de Dios, lo mismo que tú y que tus hermanos los profetas y que todos los que hacen caso de lo que está escrito en este libo. Adora a Dios”. (El Apocalipsis, 21_22, La nueva Jerusalén).
Este lenguaje de símbolos fue necesario para la comunicación de los fieles cristianos que el Imperio Romano perseguía y a quienes se dirigía un mensaje de fe y de esperanza que los mantuviera firmes en su creencia en Jesucristo. En la Escuela Catedral de los pueblos, los clérigos se inician a una nueva cultura que se relaciona con el pensamiento de los filósofos griegos. La palabra “iglesia” viene del griego “eclaesia” y quiere decir reunión de fieles, creyentes en la misma fe, no se refiere al edificio, sino al grupo humano que se forma para sostenerse mutuamente en lo que creen. Un folleto de la catedral de Notre Dame de París cita a San Anselmo de Cantorbery quien dijo “la fe busca la compensión”, al fundamentar que la Iglesia no teme a esa exigencia del espíritu humano, pues San Juan afirmó “Dios es luz”, “el Criso es la luz veradera” y es “luz del mundo”. Entonces el rol de los arquitectos comenzó a ser el de dejar pasar esa luz por los vanos de la construcción. Y los  fieles, creyentes, se unieron en el esfuerzo de dar sentido religioso a los vidrios, creando vidrieras con la historia de la fe tomando escenas del Antiguo y del Nuevo Testamento.
En las catedrales de Notre Dame y de Chartres (siglos XII y XIII Francia), varias reformas sufridas en el correr de siglos posteriores, por causa de incendios o deterioro, no apagan los fuegos de aquellos artistas y artesanos del inicio de su construcción, ni  el misticismo y el recogimiento que sus dimensiones, imágenes  y luces produce en el alma de quien ora, contempla y recorre sus naves, altares y rosetones. En el rosetón sur de Notre Dame de París, hay dieciséis profetas representados, entre ellos y al centro están Isaías, Ezequiel y Daniel, llevando en sus espaldas a los evangelistas Mateo, Lucas, Juan y Marcos; los que también aparecen en el crucero sur de la Catedral de Chartres; imágenes que vienen al caso al recordar las palabras del Obispo Beltrán de Chartres, en el siglo XIII, al referirse a la relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento: “Somos como enanos en las espaldas de gigantes, de tal manera que percibimos mucho más cosas que ellos, no porque nuestra vista sea más aguda o nuestra estatura más alta, sino porque nos llevan y alzan, gracias a su tamaño gigantesco”.
Artistas y artesanos, gigantes del sentimiento y de la expresión, valientes para someterse a las miradas del presente y del futuro, surgen en Carrasco, en 2010, con la misma actitud de entrega, alegría, esperanza, dedicación a su oficio, concentración en la idea. Hoy como ayer reúnen y animan a los fieles en la misma fe, con la luz de sus pinceladas, la fuerza de sus   gestos, la sorpresa de la realidad espiritual que provoca una pintura. Las obras de considerable tamaño que cubren las paredes al costado y detrás de la iglesia de San José de la Montaña, han cambiado ese patio, son un motivo más para permanecer en una aventura humana que continúa y que Dios conoce y protege al detalle.
Elisa Roubaud


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